Elom Beckwood no se movía.
Permanecía de pie junto al ventanal alto de la torre este, con las manos cruzadas tras la espalda y la mirada fija en los jardines. Desde ahí, podía ver el desfile de carrozas avanzando una por una, dejando en su paso a las chicas seleccionadas.
Todas distintas. Todas iguales.
Algunas bajaban con pasos inseguros. Otras eran arrastradas sin compasión. Pocas intentaban resistirse. A ninguna le funcionaba.
Elom no pestañeó. Ni siquiera cuando una de ellas cayó de rodillas y fue pateada para que se incorporara. Al crecer, eso le parecía lo más normal de ver.
—¿Todas han llegado? —preguntó sin girar el rostro.
A su espalda, Charles —su fiel confidente— asintió con rigidez. El joven mantenía la cabeza gacha, como si mirarlo directamente fuera una ofensa.
—Eran treinta y dos en total, pero ocurrió un percance al presentarlas. Quedan treinta y una, Alteza. Las más aptas, como ordenó la Reina. Doce serán elegidas al mediodía.
Un silencio espeso se instaló en la sala. Solo el murmullo lejano del viento llenaba el espacio.
Elom exhaló suavemente por la nariz. Presionó la mandíbula como si intentara mantener a raya la sensación de nervios que le recorría de pies a cabeza.
—Y aún seguimos llamándolo tradición. Es más bien una cacería.
Charles se removió incómodo, pero no contestó.
Afuera, el sol bañaba los setos recortados con formas de bestias míticas. Las flores parecían más brillantes ese día, como si intentaran ignorar la verdad que se escondía entre sus raíces. Y el cielo despejado era una mofa al estado de ánimo del joven príncipe.
—¿Y la Reina? —inquirió Elom.
—Ya está en los jardines. Ordenó silencio absoluto.
El príncipe apretó la mandíbula.
—Por supuesto que lo hizo. Es lo único que le agrada de las personas.
Los pasos de las jóvenes comenzaron a alinearse frente a la escalinata de mármol. Una a una se arrodillaban, como si supieran que ningún suelo les pertenecería jamás.
Entonces, Elom las vio. Las analizó. Debía conocerlas y desposar a una de ellas. Examinar su linaje, su virginidad, su salud… todo para garantizar una buena unión. Un heredero fuerte.
—Cuando elijan a las docelas, llévalas a mi salón privado —ordenó.
—¿Disculpe, Alteza?
—Quiero conocerlas de cerca.
Charles alzó apenas el rostro, sin acercarse demasiado a la ventana.
—Ah… claro que sí, Príncipe. Como usted ordene.
Elom no dijo nada durante un largo momento.
Luego, dio un paso atrás.
—Avísame cuando comience la elección oficial.
—¿No asistirá, mi señor?
El príncipe giró apenas el rostro, lo suficiente para que Charles viera sus ojos grises como acero, tan parecidos a los de la reina… aunque ese color, pronto, empezaría a cambiar.
—No todas las tragedias necesitan testigos. Estaré en mis aposentos.
Sus pasos resonaron en toda la sala, dejando a Charles quieto en su sitio, aún sin poder creer que frente a sus ojos jóvenes, estaba presenciando un suceso que, algún día, sería recordado en los libros de historia.
El joven príncipe cruzó hasta su ala privada del gran palacio. Los pisos cubiertos por alfombras espesas atenuaban sus pisadas. Era el lugar perfecto para desaparecer sin levantar sospechas, sin interrupciones. Un ala enorme, de espacios largos y anchos, con ventanales de piedra que iban del piso al techo.
Sillones de descanso. Libreros que cubrían las paredes con encuadernaciones antiguas. Cuadros de él y su familia —cuando todavía eran una familia feliz— colgaban como fantasmas de otros tiempos. Todo estaba dispuesto con perfección simétrica. Silencio y orden. Excepto por un rincón.
Junto a un ventanal que filtraba la luz como seda, lo esperaba un hermoso piano blanco, paciente y silencioso. Ansioso por liberar a su dueño de todo lo que cargaba.
Elom se acercó despacio. En el camino hacia el banco, se quitó el saco —de lino oscuro con bordes plateados— y lo arrojó sin cuidado sobre un sillón.
Se sentó.
Y al apoyar los dedos sobre las teclas, dejó escapar, por fin, el primer suspiro de verdad en todo el día.
Mientras sus dedos bailaban de tecla en tecla en una danza teatral y artística, ligeras lágrimas escaparon prófugas de sus ojos, recorriendo el fino rostro del príncipe, dibujando aún más sus pómulos altos y su mandíbula estrecha, hasta que una lágrima traviesa llegó a sus labios rosados.
No emitió sonido.
Solo el piano hablaba por él, deslizándose por la sala con una elegancia tan triste que incluso las paredes parecían contener el aliento.
Dejó de tocar hasta que sus dedos se sintieron entorpecidos de cansancio y la tranquilidad de la habitación se vio interrumpida por dos toques suaves.
—Adelante. — habló después de limpiarse el rostro con la palma de su mano.
Charles, cruzó el umbral con la mirada hacia el suelo.
— Mi señor, las candidatas lo esperan en la ala norte, la reina organizó la cena para su presentación con usted.
Elom tragó el nudo que lo ahogaba. Permaneció unos segundos más en silencio, como si deseara detener el tiempo. Luego se incorporó, recogió su saco y lo echó sobre los hombros sin esmero.
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Editado: 24.06.2025