Nudos sobre Mundos

TeRaPiA

Estaba tan absorta en mis dramas que llegué a mi casa de forma casi inconsciente. Abrí la puerta y me dirigí a mi habitación cabizbaja. El ambiente estaba impregnado de tensión y oscuridad. No había nadie en mi casa porque mis padres habían ido al tanatorio por la mañana para acompañar a Sandra, la madre de mi difunta amiga. No me explicaba dónde podían estar en esos momentos puesto que no los había visto en el funeral. De todos modos, ¿qué importaba?

     Me tiré pesadamente a mi cama todavía sin hacer (y no tenía intenciones de hacerla) y me tapé la cara con las manos. Sentía que ya no podía llorar más pero aún así quería hacerlo. Era un sentimiento horrible. Ahora sí estaba vacía del todo. Ahora sí que no me quedaba nada. Nadie. Había perdido a una persona a la que quería mucho y eso me dio una escalofriante, pero verdadera revelación: iba a sufrir de esa forma muchas más veces. 

     Es decir, en algún momento mis padres se morirán, o mis abuelos, o mis tíos, o algún otro amigo. ¿Qué me ocurriría entonces? Tendría que pasar por lo mismo varias veces. 

     Me levanté de un sobresalto y comencé a contar con los dedos el número de personas por las que lloraría mucho si se murieran. Uno, dos, tres… trece, catorce, quince… Unas veinte más o menos.

     ¡Veinte!

     ¡Veinte personas!

     ¡Veinte veces!

     ¡Veinte sufrimientos!

    Me sumí en un vacío más profundo que el anterior si es que eso era posible. ¿Cómo no había caído en la cuenta antes? Estaba rodeada de gente a la que quería y sería cuestión de tiempo que antes o después falleciesen. 

   Solo había una forma de que pudiera ahorrarme tanto sufrimiento y era la opción de morir primero. El problema: no quería morir todavía. Todavía.

     El otro problema: no quería estar toda mi vida deprimida sufriendo por la muerte de otras personas. 

     Llegó un momento (no sabía cuándo ni cómo) en el que entré en un asqueroso círculo vicioso sin salida (por ello era un círculo vicioso) y comencé a revolcarme en él, intentando en vano buscar una solución a mis malditos problemas existenciales y filosóficos. Pero esos tipos de problemas nunca tenían solución. ¿Por qué? Eso mismo quería saber yo.

     Después de tantos pensamientos acabé olvidando parcialmente mi motivo de sufrimiento y me encontré mucho peor que antes. 

     Sobre las nueve de la noche llegaron mis padres con el coche y se quedaron abajo hablando. Estaban teniendo una discusión pero hablaban en voz baja. Suponía que no querían faltarme el respeto. Eso no ayudó a tranquilizarme. 

     Llegué un punto en el que estaba tiritando del frío y me castañeaban los dientes. Abrí el cajón del medio de mi escritorio y rebusqué con prisas en su interior. Cogí el trozo de cuerda grueso y largo que quería y me senté en mi silla, frente a la ventana que estaba empañada por el frío. 

     Sostuve el cordón entre mis ansiados dedos que palpitaban nerviosos y comencé a hacer nudos. Uno encima de otro. Cuando hube terminado, la longitud de la cuerda se había reducido considerablemente y ahora estaba lleno de nudos que hacían que luciera desperfecto.

     Después, automáticamente, mi cerebro y mis dedos comenzaron a trabajar en armonía y sintonía desenrollando nudos. Era tan… relajante. Tan, apacible.

     No sabría decir cuando tiempo estuve así exactamente pero perdí por completo la noción del tiempo. Mi móvil no paraba de vibrar en mi cama, exigiendo mi atención a los muchos muchos WhatsApps que estaba recibiendo. 

     Logré desanudar la cuerda muchas veces, y cada vez que lo dejaba como estaba al principio, volvía a empezar a hacerle nudos para después, en un intento desesperado, pero satisfactorio, intentar despejar mi mente de tantos problemas y preguntas sin solución alguna, ni aparente. 

     Sentido de lo que estaba haciendo: ninguno.

     Motivo: era desestresante.

     La terapia de la cuerda, como la llamaba yo, había sido mi fiel psicólogo por muchos años y había participado de forma activa en mis rituales para mantenerme lejos de la locura y algo más cerca de la cordura. No alcancé recordar hace cuanto que lo practicaba, pero me daba igual. Funcionaba. El caso era lo útil que era. 

     Mientras seguía con mi terapia escuché un ruido lejano que me indicaba que alguien iba a proceder a abrir la puerta de mi cuarto y por tanto iba a interrumpirme. ¡Maldita sea!


 



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En el texto hay: misterio, adolescente, amor

Editado: 19.04.2022

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