Nuestra Estación

Nuestra Estación 1.

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Nuestra Estación

El chico de ojos azules está aquí en nuestra estación, donde estoy yo y donde siempre estamos. Él está apoyado en la baranda frente a las vías y las mira fijamente, como si le atrajeran, como si le importaran. Solo hace eso: mirar las vías. Además, lleva sus auriculares tontos, como siempre. Es más hermoso de lo que recordaba. Fua... qué dramática, pensé que no lo volvería a ver esa es la realidad.

Vuelvo al mundo real siendo consciente de que él está ahí de verdad, en esta querida y a la vez odiosa estación de subtes.

¿Qué hago?

¿Lo saludo?

¿Lo ignoro?

Mientras pienso qué hacer con este muchacho, llega el subte. Él sube primero, camina despacio, sin saber de mi presencia ni parece importante si estoy o no. Subo después de él, me siento junto a la puerta como siempre y busco con la mirada a ese tonto. Él está apoyado en la otra puerta, a un par de metros de mí.

Sus hermosos ojos me miran sin expresión, y en ellos puedo ver que sigue cargando con su pesada angustia. Pobre.

¿Será por eso que no ha ido al secundario estos días? ¿O será que no quiere verme más? ¿En serio no quiere hacerlo?

Me quedo congelada. No hago nada. Él deja de mirarme. Yo también dejo de mirarlo. Me apoyo en la pared, cierro los ojos y me pierdo en nuestros recuerdos. Quiero verlo sonreír, necesito verlo sonreír. De eso depende mi vida, al menos en este momento.

Esos fueron los diez minutos más largos de mi vida. El subte se detiene en nuestra estación, bajo rápidamente para seguirlo. Él sube las escaleras, y yo lo sigo detrás.

—¡Espera! —grito cansada de seguirlo.

Él se detiene a unos metros de mí. Sus piernas, más largas que las mías, hacen que camine más rápido que yo, como siempre.

Corro un poco para acercarme a él más rápido, me detengo frente a él e intento respirar normalmente, aunque al mismo tiempo me contengo de abrazarlo. Quiero apretujarlo en mis brazos, besarlo y, al mismo tiempo, golpearlo por hacerme sufrir. Aprieto mis manos y mi mandíbula, mi corazón late rápido y sigo deseando golpear su linda carita.

Él me mira sin expresión, no dice nada, solo me observa. Si yo no hablo, nos quedaremos todo el día mirándonos, lo cual no estaría tan mal si mis piernas no me dolieran por estar parada.

—Si soy lo mejor que te ha pasado en la vida, ¿por qué me dejaste? —digo, implorando—. Decime algo, por favor... Habla, Tobías. N-no quiero que te alejes de mí... te necesito —continúo—. Jamás conocí a alguien como vos, y jamás voy a conocer a alguien igual. Si no querés hacerme sufrir, no me dejes sola, por favor.

Él niega con la cabeza. No aguanto más y lo abrazo, me pego a su torso hundiendo mi perfil en su pecho. Su agradable aroma entra por mi nariz y siento un gran alivio por unos segundos. ¿Él lo sentirá? Mis lágrimas empiezan a salir; no puedo perderlo. Si fuera necesario tenerlo así para no perderlo, lo haría. Él no me abraza ni me dice nada. Lo suelto y lo miro a los ojos.

—¿No vas a decir nada? ¿Te das cuenta? —digo, con la voz cargada de emoción—. Dijiste que no querés hacerme sufrir, y, sin embargo, lo estás haciendo. ¿Ves lo estúpido que es todo esto? —Él no dice nada. Mi indignación crece, y las lágrimas llenan mis ojos. —Ándate al carajo, Tobías. Án-da-te al carajo —exclamo, con el rostro empapado y la voz temblorosa.

Me doy la vuelta y comienzo a llorar sin restricciones, sintiéndome como una idiota que llora por otro idiota. Pero entonces, él me agarra del brazo con fuerza. Mi corazón se acelera, y un alivio profundo me inunda. Me empuja hacia él, y nuestras frentes chocan. Sus brazos pasan por debajo de mis axilas, y me abraza con intensidad. A pesar del frío invierno, su calor me envuelve. Cierro los ojos con fuerza y hundo mi nariz en su cuello. Su aroma vuelve a llenar mis sentidos, y sé que no quiero que se vaya de ahí.

—Te dije que no llores por este idiota —me recuerda—. Sonrío y dejo escapar una risita. —Te extrañé.

Levanto la vista y veo sus ojos; él también mira los míos.

—¿El chico de ojos azules me extrañó? —pregunto.

Él es muy sensible, pero a la vez no le gusta mostrar sus sentimientos o los minimiza.

—Perdón, he estado peor. Pensé mucho en hacerlo, lo pensé demasiado —dice, y no entiendo a qué se refiere.

—¿Qué estuviste a punto de hacer? —pregunto, mostrando mi confusión.

Él piensa un momento mientras se mantiene callado, desvía la vista, pero yo no dejo de mirar sus ojos.

—Sacarme la vida.

Suelta esas palabras como si no significaran nada, como si no fueran importantes, como si no le importara.

—¿Por qué? —pregunto, angustiada, aunque sé la respuesta que me dará.

Cierro los ojos, como si al hacerlo pudiera evitar enfrentar la realidad. Sin embargo, la angustia que ambos compartimos se siente, y trago saliva para aliviar el nudo que se ha formado en mi garganta tras escuchar esas palabras.

—Ya no quiero vivir más, ya no aguanto, no soporto seguir respirando.




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