El calor de las mantas y la suave fragancia de las hierbas medicinales me envolvían como un refugio cálido y seguro. La casa de la anciana Kaede era pequeña, con paredes de madera que crujían con el viento nocturno, pero para mí era el único lugar donde realmente podía respirar.
El dolor en mi cuerpo se había reducido levemente tras sus cuidados. Mis párpados pesaban, mi mente flotaba entre la vigilia y el sueño.
Tal vez, solo por un rato...La suavidad del colchón me arrastró a la inconsciencia.
Cuando abrí los ojos, la luz de la luna bañaba la habitación con un resplandor pálido. Me incorporé lentamente. Había dormido demasiado. Mi corazón se encogió al darme cuenta. No debía haberme quedado tanto tiempo aquí.
No porque en la casa donde vivía se preocuparan por mí. No. Ellos jamás sentirían algo tan humano como preocupación por alguien como yo.
Pero era una buena esclava. Y eso significaba que mi ausencia no les haría gracia.
Me puse de pie con esfuerzo. El dolor en mi hombro protestó cuando di el primer paso, pero no me detuve. Kaede, que dormía plácidamente en su silla junto al fuego y por eso no notó cuando salí.
El aire de la noche era frío, cortante, pero no me importó. Corrí sin detenerme, ignorando las punzadas en mi cuerpo, ignorando el ardor en mis pulmones.
Corrí porque sabía lo que me esperaba.
Y, efectivamente, en cuanto crucé la puerta de esa casa infernal, lo primero que sentí fue el golpe.
—¿¡Dónde has estado!?
El sonido de su palma estrellándose contra mi mejilla resonó en la habitación.
Mi cabeza giró por la fuerza del impacto, el sabor metálico de la sangre se deslizó en mi lengua.
Apreté los dientes y bajé la mirada.
—Me perdí en el bosque...
—¡¡Eso es imposible, imbécil!!
La furia en su voz me heló la piel.
—Te conoces ese bosque mejor que nadie, ¡te la pasas ahí dentro! ¿Qué has estado haciendo, pedazo de zorra?!
No tuve tiempo de reaccionar.
Su pierna impactó contra mi estómago con fuerza.
—¡Ah!
El aire abandonó mis pulmones.
Caí al suelo, encogiéndome sobre mi propia herida. Maldición... Me dolía más de lo que pensaba, pero ella no se detuvo. Nunca se detenía. Los insultos, los golpes, el veneno en su voz se mezclaban con el latido irregular de mi corazón.
Un chasquido de dedos fue lo que me sacó de mi dolor.
—¡Rufianes, venid!
El sonido de pisadas pesadas llenó el lugar. Desde las sombras del pasillo asomaron hombres vestidos con ropas oscuras: La mafia del pueblo.
Sabía quiénes eran. Sabía de lo que eran capaces. Y ellos también me conocían a mí.
Uno de los rufianes me agarró del cuello con una mano fuerte y áspera.
—Argh...
Mi cuerpo luchaba contra sí mismo.
Las tres marcas en mi brazo izquierdo ardían como fuego.
—¿Nos deshacemos de ella?
Mi guardiana chasqueó la lengua con fastidio.
—No... aún me es de utilidad.
Su sonrisa me dio náuseas.
Mi brazo tembló.
No... No aquí. No ahora.
Pero el dolor, la ira, la desesperación... No pude contenerme más.
Me solté con un movimiento brusco y corrí.
—¡Maldita imbécil, vuelve aquí!
No me detuve.
Mi cuerpo sabía a dónde debía ir. Corrí hacia el bosque.
Las marcas en mi brazo brillaban cada vez más. La energía acumulada en mi interior pedía salir.
Y allí, en la oscuridad del bosque, finalmente la solté.
El poder en mi interior ardía, desesperado por salir. Apreté los puños con fuerza y grité con todo lo que tenía dentro. Un rugido de energía explotó desde mi cuerpo. La luz dorada salió disparada hacia el cielo como un relámpago, iluminando la noche con su resplandor efímero. Y luego... se perdió en la inmensidad.
Las rodillas me fallaron y caí al suelo, exhausta.
Lo odiaba.
Odiaba este poder que no podía controlar. Odiaba lo que significaba. Odiaba ser esto.
Otro problema más para mi miserable existencia.
—¡Tú! ¡Monstruo!
Mi cuerpo se tensó.
Dos voces surgieron de entre los arbustos, llenas de odio y desprecio.
—¡Aparte de asesina, eres un ser despreciable!
Mi respiración se agitó. No podía ser... ahora no. Mis fuerzas estaban agotadas. No podía correr. No podía defenderme.
Bajé la mirada.
—No soy un monstruo...
—¡Sí lo eres! —me gritó.
Apreté los dientes.
—No lo soy.
Mi voz salió un poco más fuerte, pero aún así temblorosa.
—Oh... mira eso —se burló uno, con una sonrisa cruel—. Normalmente ya habría huido.
El otro soltó una carcajada.
No me gustaba esto. Se acercaron, rodeándome como hienas hambrientas. Uno me pinchó con un palo en el brazo, como si estuviera probando hasta qué punto podía molestarme.
Respira, Miyu.
Con un esfuerzo sobrehumano, me obligué a ponerme de pie. Los hombres retrocedieron levemente, sorprendidos de que aún tuviera fuerzas. Pero solo fue un instante.
—¡Asesina! ¡Acabaremos contigo! —gritó uno, levantando el palo.
—¡Al fin el pueblo estará en paz y seremos los reyes de la zona! —rio el otro.
¿Reyes? ¿Acaso creían que esto era un maldito juego? No tuve tiempo de reaccionar antes de que el primer golpe llegara. El palo impactó contra mis piernas con brutalidad, haciéndome caer de nuevo. El otro corrió hacia mí con una navaja brillando en su mano, apuntando directamente a mi pecho.
Maldición...
Mis ojos se abrieron de par en par.
¿Este sería mi final? ¿Nunca podría arreglar todo el mal que hice? ¿Nunca volvería a ser feliz?
Cerré los ojos.
Y entonces... dos golpes secos.
Silencio.
Abrí los ojos lentamente.
Estoy viva.
Mi primer instinto fue tocar mi cuerpo, buscando desesperadamente la herida que sabía que debía estar ahí. Pero no había nada. Miré hacia arriba y los vi.
El chico del sombrero de paja y el del pelo verde.
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Editado: 03.04.2025