Nyx 420 : Humano o experimento

CAPÍTULO I : GÉNESIS DE LA VENGANZA

La celda era un reflejo de mi mente: fría, estéril, un vacío resonante donde los ecos de la tortura se reproducían sin cesar. Habían transcurrido años desde la última vez que sentí el sol en mi piel, años de experimentos, de mutilaciones, de una existencia reducida a la función de arma biológica. Pero incluso en la oscuridad más profunda, la llama de la venganza ardía con una intensidad cegadora.

Era la hora.

El plan había sido meticulosamente diseñado, cada detalle grabado a fuego en mi memoria. Sabía que cada guardia tenía una rutina, un punto ciego. Utilizaría eso en su contra, transformando su complacencia en su propia perdición.

El primero era un hombre corpulento, con un rostro curtido por el sol y una mirada ausente. Su error fue subestimarme, creer que los años de encierro habían extinguido mi voluntad. Cuando se acercó a la reja para entregar la insípida ración de comida, lo ataqué con una velocidad y una ferocidad que lo tomaron por sorpresa.

La navaja, escondida durante meses en un hueco del camastro, era mi aliada silenciosa. La blandí con precisión quirúrgica, apuntando al punto donde la carne se vuelve vulnerable, donde la vida misma puede escapar en un torrente carmesí.

El guardia intentó forcejear, pero mi fuerza era superior, alimentada por años de dolor y rabia acumulada. Con un movimiento rápido y certero, le hundí la hoja afilada en la ingle, justo donde la arteria femoral palpitaba con la fuerza de la vida.

Sintió el filo, gritó con un dolor primario que resonó en los pasillos vacíos. La sangre brotó a borbotones calientes, inundando la celda, manchando mi rostro, mis manos, impregnándome con el aroma metálico de la muerte. Cayó de rodillas, intentando inútilmente detener la hemorragia, pero la vida se le escapaba a raudales, tiñendo el suelo de un rojo intenso.

El segundo guardia reaccionó al instante, alertado por los gritos agonizantes de su compañero. Corrió hacia la celda, el arma desenfundada, listo para disparar. Pero no conté con él, estaba fuera de control.

Aproveché su vacilación, su incredulidad ante la brutalidad de la escena. Me lancé sobre él, una furia desatada, un depredador hambriento. Lo agarré del cuello, sintiendo la rigidez de sus músculos, el calor de su piel. Lo estrellé contra la pared con una fuerza descomunal, escuchando el crujido del cartílago, el gemido ahogado.

Cayó al suelo, aturdido, intentando recuperar el aliento. No le di tregua. Me arrodillé sobre su pecho, inmovilizándolo. Hundí la navaja entre sus dientes, sintiendo la resistencia de la carne, el crujido viscoso cuando la hoja se abrió paso entre los dientes y la lengua. Giré, desgarrando, saboreando el óxido y la rabia que inundaban mi boca. La asfixia fue rápida, brutal. Sus ojos se inyectaron de sangre, su cuerpo se convulsionó antes de quedar inmóvil, inerte.

La celda era un matadero. Los cuerpos inertes, cubiertos de sangre, eran testimonio de mi transformación, de mi renacimiento como instrumento de venganza.

En el pasillo, las cámaras de seguridad parpadeaban, grabando la escena. Ignoré su mirada electrónica, su vigilancia inútil. Le arranqué la mano al primer guardia, la carne desgarrándose con un sonido grotesco. La presioné contra el lector biométrico junto a la puerta. El sistema titubeó, leyó la huella, concedió el acceso. La puerta se abrió. Fácil.

Las luces parpadeaban a mi paso, iluminando los pasillos interminables del complejo. Un hilito de sangre recorría el suelo, un rastro de mi furia, una promesa de lo que vendría.

En mi mente, los recuerdos se arremolinaban, fragmentos de un pasado que intentaba enterrar, pero que ahora resurgía con una nitidez dolorosa. Los experimentos, las torturas, las manipulaciones genéticas. Todo había sido diseñado para convertirme en una herramienta, en una máquina de matar sin conciencia ni remordimientos. Pero habían fracasado. Habían creado un monstruo, sí, pero un monstruo con memoria, con sentimientos, con un deseo insaciable de venganza.

En el pasillo, una enfermera de turno apareció al fondo, vestida con una blusa blanca impecable, con ojeras profundas bajo sus ojos cansados. No la reconocí; seguramente era una de las tantas que habían desfilado por mi vida, administrando drogas, realizando exámenes, observando mi sufrimiento con una indiferencia clínica.

No me detuve. La agarré del pelo, sintiendo la suavidad de su cabello entre mis dedos. La arrastré hacia mí, obligándola a inclinarse. Le metí el estetoscopio en la boca, sintiendo suhorror, su resistencia. Empujé y empujé con fuerza bruta, hasta que el tubo de goma se hundió en su garganta, cortando, desgarrando, sofocando sus gritos.

La enfermera se retorció, intentando liberarse, pero mi agarre era implacable. La sangre comenzó a manar de su boca, mezclándose con la saliva y el vómito. Sus ojos se abrieron con una expresión de puro horror, una mirada que reflejaba el terror de la muerte inminente. La última mirada: puro horror. Luego, la inmovilidad.

La dejé caer al suelo, un cuerpo inerte más en mi camino hacia la venganza. La sangre se extendía a su alrededor, tiñendo su blusa blanca de un rojo macabro.

Seguí avanzando, impulsada por una fuerza imparable. Sabía que cada paso me acercaba más a mi objetivo final, a aquellos que habían orquestado mi sufrimiento, que me habían convertido en el monstruo que ahora era.

Encontré una sala experimental al final del pasillo, una habitación iluminada con una luz fría y fluorescente. El lugar era un santuario del horror, un testimonio de la depravación humana. Frascos de vidrio alineados en estanterías, cada uno conteniendo una cabeza humana preservada en formol. Rostros congelados en una mueca de terror, ojos vacíos que parecían seguirme con su mirada acusadora.

Un escalofrío recorrió mi espina dorsal. Los recuerdos me asaltaron con una violencia brutal: las agujas, las incisiones, las descargas eléctricas. Los rostros de los científicos, fríos e indiferentes, observando mi dolor como si fuera un experimento científico, una simple ecuación matemática.




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