El Teatro De Los Clones:
El teatro estaba vivo, y con cada paso que daba, podía sentir cómo la atmósfera pulsaba a mi alrededor, como un ente que respiraba y soñaba en un oscuro mundo de susurros y sombras. No era solo un lugar donde se representaban obras, sino un escenario donde las historias de dolor, horror y desesperación se entrelazaban en una danza macabra. Las paredes, cubiertas de un extraño polvo y manchas oscuras, vibraban con una energía primitiva, como si imitaran el pulso de una red vascular que mantenía en movimiento la esencia misma de aquel recinto maldito. Este teatro no solo albergaba performances, sino que parecía participar en un ciclo eterno de vida y muerte, sus cimientos entrelazados con los gritos de aquellos que habían vivido y muerto en sus tablas, cada actuación dejando una huella imborrable, un eco de maldiciones.
El suelo no era un simple soporte físico; era una membrana semipermeable que se movía de manera inquietante bajo mis pies, absorbiendo el peso de mi presencia. Esa superficie pulsante respondía a mis pasos, como si tuviera conciencia. Caminaba sobre una piel viva, cada pisada resonaba con el eco de miles de vidas perdidas, y el crujido bajo mis pies susurraba secretos oscuros de lo que había sido y lo que estaba por venir. La sensación era abrumadora, como si el suelo mismo tratara de advertirme, de recordarles a los que se atrevían a entrar en ese lugar acerca del horror que se había desatado en su seno.
Al alzar la vista, una escena macabra se desplegaba ante mis ojos, una pesadilla convertida en realidad. Mis clones fallidos colgaban en un estado grotesco, cada uno de ellos una marioneta desfigurada de lo que alguna vez pudo haber sido humano. Sus cuerpos estaban mutilados, torcidos y colgaban de los límites de su existencia, conectados entre sí por cordones umbilicales artificiales que bombeaban una sustancia oscura, un líquido amniótico negro y espeso que parecía alimentarlos, mientras mantenía a sus heridas abiertas en un estado de agonía perpetua. Aquello era un verdadero espectáculo de aberración, cada criatura emitía un lamento mudo que resonaba en la distancia, un eco distorsionado de humanidad que hablaba del horror de su propia creación, una advertencia para aquellos que se atrevieran a contemplar tal salvajismo.
Entre ellos, una figura se destacaba, la que más se parecía a mí. Era un espantoso reflejo, un híbrido que parecía extraído de las profundidades de un laberinto siniestro, pero aún así, era irreconocible por el horror que había soportado. Su piel, antes blanca, estaba marcada por 127 puntos de sutura, cicatrices de experimentos fallidos, y cada uno de esos cortes estaba infectado con diferentes cepas de Staphylococcus aureus, lo que proporcionaba un espectáculo repugnante de pus verdoso que brotaba de sus heridos. Esta no era una simple pesadilla, sino el oponente que debía enfrentar en una coreografía arrítmica de violencia visceral. No era simplemente un combate, sino un enfrentamiento primordial, una lucha donde nuestras existencias se entrelazaban en una danza de dolor. Allí, en medio de los gritos silenciosos del público ausente, sabíamos que nuestra batalla iba más allá de lo físico; era una exploración de la tormenta interna que se desataba en lo más profundo de nuestras almas.
Desenvainé mi cuchillo, su acero relucía en la penumbra del teatro, un resplandor que prometía sangre y desesperación. Con un corte preciso y brutal, perforé su abdomen de pelvis a esternón. La brutalidad del acto fue abrumadora, y mientras lo hacía, liberé una marea de parásitos nematodos que habían estado alimentándose de sus intestinos. En un instante, la sala fue inundada con una lluvia de vida y muerte, un espectáculo en el que lo grotesco y lo fascinante chocaban en una danza de horror indescriptible. La grotesca escena fue un reflejo de lo que significaba la creación y la destrucción, un ciclo interminable de horror que me llenó tanto de asco como de asombro. El interior de la criatura, lleno de un caldo de vida nauseabunda, estalló sobre mí, cubriendo mi rostro y cuerpo en un manto de vísceras y fluidos.
Aquella abominación, ahora más enfurecida que antes, vio en mí una oportunidad de venganza; la rabia brillaba en sus ojos desquiciados. Sus dientes, afilados con una precisión casi quirúrgica, encontraron rápidamente mi arteria radial, y en un instante, el chorro de sangre que brotó de mí pintó las butacas cercanas, tiñendo el ambiente con un rojo intenso y vibrante. Era como si el teatro cobrara vida, transformándose en un lienzo donde cada gota de sangre parecía contar una historia de sufrimiento, un lamento desgarrador que se reflejaba en las paredes, ahora manchadas de rojo, testigos silenciosos de un acto de salvajismo en el que estaba inmerso.
El momento culminante llegó en un acto de desesperación visceral. Con un impulso instintivo y primitivo, le arranqué la mandíbula, dejando al descubierto su lengua, una muestra de horror en sí misma, cubierta de tatuajes que eran códigos QR, artefactos hacia archivos de experimentación prohibida que dejaban entrever un mundo alternativo. Aquello era un recordatorio escalofriante de los límites de la humanidad, de lo que éramos capaces de crear y destruir en un instante de locura desenfrenada. Las imágenes de aquellos códigos resonaban en mi mente mientras la saliva teñida de sangre caía al suelo como un testimonio de la odisea en la que me encontraba atrapado.
La lucha se intensificó; me encontré atrapado en una espiral de violencia, destellos de dolor y sangre por todas partes. La sala se convirtió en un mar de desechos y fragmentos de cuerpos, una coreografía de horror paniaguada donde la vida y la muerte se entrelazaban en un valiente pero trágico esfuerzo por recuperar lo perdido. La criatura, moribunda, continuaba atacando, cada movimiento, un recordatorio de su ira, cada golpe un eco de su sufrimiento; sus relámpagos de rabia eran lo último que titilaba de vida en aquel antro de ruina.
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no hay final feliz, no adaptaciones, no apto para publico sensible
Editado: 27.07.2025