Lidia miró por la ventanilla empañada de la furgoneta mientras Alex se detenía frente a los Juzgados de San Luis. La lluvia caía sobre los cristales, un rayo iluminó el cielo. No era exactamente la imagen que Lidia se había hecho del día de su boda,
pero por supuesto aquella no era una boda de verdad. Después de todo, Alex y ella no iban a compartir la cama.
Lidia miró a Alex de reojo y lamentó en parte haber puesto esa condición. Iban a casarse, y durante los siguientes meses vivirían juntos más o menos como marido y mujer. Al menos, en un sentido literal. Tenía que seguir concentrándose para
controlar el irresistible deseo de que la tocara. Sencillamente, la mente tenía que imponerse sobre el cuerpo. Como si eso pudiera funcionar, recapacitó.
Bien, quizá se hubiera metido en otro lío, pero de alguna manera se las arreglaría. De pronto sonó otro trueno. Precisamente el mal tiempo era lo que les había permitido escaparse esa mañana del rancho. Sin embargo, si el cielo se despejaba, tendrían que recuperar por la tarde las tareas de la mañana, así que tenían prisa por casarse cuanto antes y volver a casa.
Desde que habían decidido fugarse, Alex y Lidia aprovechaban cada minuto libre para trabajar en el rancho de él y hacer la casa habitable y, entre tarea y tarea, habían conseguido incluso comenzar a llevarse bien.
Los Peterson habían mantenido la casa en buen estado en términos generales, pero las habitaciones llevaban años sin pintar, y Alex estaba decidido a hacer todo cuanto pudiera antes de mudarse.
Lidia había pensado que era una buena idea, hasta que comenzó a imaginarse a sí misma viviendo allí, permanentemente, con Alex. Cada dos por tres se le aceleraba el pulso, y estaba muy confusa ante el deseo, por una parte, de estar con él, y su
necesidad de independencia. No podía sacrificar aquello por lo que había estado luchando, ni siquiera ante la posibilidad de conquistar finalmente el corazón de Alex.
Además, esa posibilidad era muy remota.Alex se casaba con ella por una cuestión de honor, por deber. En más de una ocasión le había dicho que con ello pretendía proteger la reputación de los dos. Alex no la amaba, y Lidia no era tan
estúpida como para creer que algún día podía llegar a hacerlo. De camino al juzgado, Alex apenas había dicho nada. Aquel día todo parecía un tanto irreal.
—Espera aquí, daré la vuelta y te abriré la puerta —dijo Alex al verla agarrar el picaporte.
Lidia asintió. Alex sacó el paraguas, lo abrió y dio la vuelta a la furgoneta.
Juntos corrieron hacia la entrada de los juzgados, bajo la lluvia. Estaban calados, cuando entraron. Lidia se estremeció. El pulso le latía acelerado, mientras Alex hablaba con la recepcionista, que le indicaba un pasillo hasta una puerta de madera.
Alex la guió, abrió la puerta y le cedió el paso a Lidia. Juntos llegaron ante una mesa.
Una mujer de pelo cano, con gafas, los atendió.
—¿Puedo ayudarlos?
—Sí, hmm… hemos venido por… una licencia matrimonial —contestó Alex tomándola de la mano.
Lidia se estiró nerviosa los pliegues del vestido blanco. Aquella mañana, al elegirlo, se había sentido como una estúpida, pero la reacción de Alex al recogerla la había calmado. Él llevaba un traje negro y una camisa azul.
—Sí, no cabe duda. Tenéis aspecto de venir a casaros —observó la mujer. Lidia y Alex se miraron.
— Bueno, pues habéis venido al lugar correcto. Tomad, tenéis que rellenar estas solicitudes. Una cada uno. La tercera, tenéis que firmarla los dos —añadió dándole los papeles a Alex junto con dos bolígrafos, e indicándoles una mesa y sillas en un rincón—Podéis hacerlo allí, si queréis.
Alex asintió y llevó a Lidia hacia aquella mesa, donde ambos tomaron asiento.
Le tendió un formulario y un bolígrafo y comenzó a escribir. Cuando terminó, firmó la tercera hoja y se la pasó a Lidia. Luego los dos volvieron al mostrador de la empleada.
—Bien, tendré vuestra licencia lista en unos minutos. Sabéis que tenéis que esperar tres días, ¿verdad?
Lidia y Alex se miraron. Aquello los había sorprendido a los dos.
—¿En serio?, ¿quiere decir que no podemos casarnos inmediatamente?
—¿Tan deprisa? —rio la empleada— Bueno, podéis presentaros ante el juez y pedirle que os permita anular el plazo de espera.
—Perfecto —contestó Alex—¿a dónde tenemos que ir?
—Es por allí, pero puede que tengáis que esperar, si el juez está ocupado.
—¿Será él quien nos case? —preguntó Alex doblando las hojas y tomando a Lidia de la mano.
—Oh, no, él solo se ocupa de los plazos de espera.
—¿Ya quién tenemos que ir a ver, para casarnos ahora?
—Bueno, ojalá hubierais llamado por teléfono antes de venir. El juez del distrito Kinney puede casaros, pero ahora mismo está presidiendo otro acto. Aunque, por supuesto, podéis esperar, si queréis.
—¿Y cuánto tardará?
—Lo siento, pero eso no se sabe. Podrían ser quince minutos, o varias horas. Es imposible predecirlo.
—¿Y ahora qué hacemos? —intervino entonces Lidia.
—Vamos a encargarnos primero de lo del plazo —sugirió Alex
— Gracias —añadió en dirección a la empleada.
Tras esperar dos horas más o menos, por fin vieron al juez y consiguieron anular el plazo de espera. Solo faltaba saber quién podía celebrar la ceremonia.
—Podemos esperar —sugirió Lidia— Después de todo, la empleada dijo que el juez llevaba toda la mañana ocupado, y quizá no tarde mucho más.
—Pero llevamos toda la mañana fuera del rancho —comentó Alex— tenemos que volver.
Alex detestaba tener que posponer la ceremonia y buscar otro momento propicio para escaparse, tenía miedo de que Lidia cambiara de opinión. Pero, por desgracia, no tenía elección.
—Podríamos buscar a un juez, en las Páginas Amarillas. Seguro que hay una lista de jueces de Paz.
—Nos llevaría demasiado tiempo —contestó Alex, caminando en dirección a la salida. Alex abrió de nuevo el paraguas y siguió en dirección a la furgoneta.
—Tendremos que volver a escaparnos del rancho otro día.
Alex arrancó la furgoneta y condujo en dirección al rancho, saliendo de San Luis, pero antes de dejar la ciudad vio una iglesia.
—Mira—señaló—Esa puede ser nuestra solución. Hay una casa pegada a la iglesia. Quizá el pastor viva allí.
—¿Un pastor? —repitió Lidia— No estarás hablando en serio, ¿verdad?
Lidia descubrió enseguida que Alex hablaba completamente en serio, en cuanto aparcó.
—Espera aquí —ordenó él saliendo de la camioneta.
Lidia esperó con el pulso acelerado. Alex subió las escaleras del porche y llamó
a la puerta. Un hombre bajito abrió, y ambos comenzaron a hablar. Alex sacó la cartera y le dio al pastor unos billetes. Antes de que Lidia pudiera hacerse a la idea, él había vuelto al coche.
—Vamos, nos casamos —dijo Alex abriéndole la puerta del coche y guiándola, bajo el paraguas.
—¿Aquí?
—¿Y por qué no? —preguntó Alex tomándola de la mano y tirando de ella.
—Porque… porque es una iglesia.
—¿Y? —volvió a preguntar Alex haciéndola pasar a la iglesia y cerrando la puerta.
Alex no comprendía. Lidia apretó los labios y miró a su alrededor. En las ventanas había vidrieras con escenas bíblicas. Bancos de madera de pino ocupaban la iglesia y, al fondo, una tarima con sillas para el coro. Lidia observó el altar, y sintió
un estremecimiento. Se había hecho a la idea de casarse con Alex, pero en un juzgado. No ante un pastor.
Lidia y Alex caminaron hacia el altar, donde los esperaban el pastor y su mujer.
Ambos sonreían. Tras darles la bienvenida, les ordenaron quedarse de pie ante el altar. Aquello no podía estar sucediendo, pensó Lidia. Alex tomó su mano y la miró a los ojos. El pastor sostuvo la licencia en la mano y comenzó a hablar. Debía haber
casado a mucha gente, porque se sabía el discurso de memoria. Lidia sintió pánico cuando comenzó a hablar de amor y compromiso. Estaba hecha un manojo de nervios.
—Tú, Alex, ¿quieres a esta mujer como…?
Las miradas de ambos se encontraron, Lidia apenas era capaz de respirar. Alex hablaba con ternura, con solemnidad, prometiendo quererla y respetarla. Lidia sintió un nudo en el estómago.
Cuando le llegó el turno a ella, tragó y repitió el juramento. Luego el pastor bendijo la unión en nombre de Dios. ¿Cómo podía ser, cuando Alex y ella se separarían pronto, cuando su unión no nacía del amor, sino de la necesidad?
—¿Tenéis anillos? —preguntó el pastor.
Alex sacó dos anillos, que Lidia se quedó mirando. No se le había ocurrido pensar en los anillos a juego con el de compromiso, convencida como estaba de que jamás los necesitarían ¿Cuándo los había comprado Alex? Antes de que Lidia pudiera siquiera pensar en la respuesta, Alex se lo estaba poniendo, repitiendo las palabras del pastor. Luego ella, con mano temblorosa, se lo puso a él.
Lidia escuchó al pastor pronunciar que eran marido y mujer y comprendió qué seguía a continuación. Desvió la vista hacia Alex y él la estrechó. De pronto estaba en brazos de Alex, que inclinaba la cabeza. Los labios de él tocaron brevemente los
de Lidia, con ternura, y ella fue incapaz de pensar. Cerró los ojos, y se dejó embargar por el placer de aquel beso, que le robó en parte el corazón.
Aterrada, Lidia se apartó sin mirar a Alex a los ojos. Se llevó la mano a la boca, aún húmeda, y sintió el sabor de él, grabado para siempre en su memoria.
Alex agradeció cortésmente la ceremonia al pastor y su mujer, y juntos abandonaron la iglesia. La lluvia había dejado de arreciar con fuerza, pero los dos estaban calados. Alex le abrió la puerta de la furgoneta y se sentó al volante.
—Bien, ya está hecho —comentó Lidia sonriendo a medias y mirando a Alex, sintiendo unos enormes deseos de llorar.
Pero no se echaría a llorar. No era el momento, ni el lugar.
—¿Te encuentras bien? —preguntó él escrutando su rostro.
—Por supuesto.
Alex la observó. Se retorcía las manos, tenía la espalda rígida, y prácticamente estaba pegada a la puerta. De ningún modo estaba bien, pensó. Acarició sus cabellos, y Lidia se volvió hacia él. Los ojos de Lidia brillaban. Tocarla había sido un error. Y
besarla, minutos antes en la iglesia, más aún. Al mirarla a los ojos, durante la ceremonia, mientras ella repetía las promesas, Alex se había preguntado en silencio qué habría sentido si aquel matrimonio fuera real. Era una estupidez, y él lo sabía, porque jamás lo sería.
Ninguno de los dos quería estar casado. Alex apretó los dientes, pensando en la ironía del destino, y arrancó.
—Siento haberte besado, si es que es eso lo que te ha molestado.