Alexander
La encuentro sentada en el banco, como me dijeron. Está sola, pero apenas me ve, se sobresalta, su cuerpo se tensa, sus manos tiemblan y por cómo se aferra a la tela de su abrigo, apuesto a que están frías.
—Alexander... ¿Qué haces aquí? —pregunta, y su voz... su voz no suena como ella, es un susurro quebrado.
Ignoro su pregunta, no me importa por qué está sorprendida, me importa cómo se ve, como si algo estuviera muy, muy mal.
—¿Qué te pasa, Bella? —me acerco y sin pensar, apoyo mi mano sobre su pierna, buscando un ancla, algo que me diga que sigue aquí conmigo—. ¿Estás bien?
Ella asiente, pero miente, lo sé.
—Sí... Yo... No deberías estar aquí —murmura, evitando mi mirada.
—¿Por qué?
Traga saliva, su mirada se dirige nerviosa a la calle, como si esperara que algo o alguien aparezca en cualquier segundo.
—Porque Maximiliano llegará en cualquier momento.
Mi mandíbula se tensa, ese maldito nombre, otra vez. No lo pienso más.
—Vendrás conmigo —digo, poniéndome de pie y tomándola de la mano.
—¿Qué? —parpadea, confundida, como si no pudiera creer lo que está oyendo.
—Yo no repito las cosas, Bella.
—¿Por qué razón iría contigo?
La miro, en silencio, podría darle mil razones, pero le digo la única que importa para comenzar mi plan.
—Porque te amo.
Sus ojos se agrandan, traga aire como si no pudiera respirar, esa es una señal que ya está creyendo en mis palabras
—Alexander... —susurra, y siento cómo su voz se quiebra al decir mi nombre.
—No pienso dejarte aquí —digo, firme. La sostengo como si su mano fuera lo único real en este maldito mundo que se cae a pedazos.
—¿Por qué?
—Por qué ¿Qué?
—¿Por qué lo haces? —ahora me mira. Por fin me mira, sus ojos están llenos de miedo, de dudas, pero también de algo más, algo que no se atreve a nombrar.
Me inclino hacia ella, acercándome tanto que su aliento roza mi piel.
—Porque no soporto la idea de perderte —respondo sin titubear, sin pensar, sin respirar siquiera—. Porque cada segundo que está siquiera es una condena, y yo, yo no vine a verte morir en silencio.
Ella cierra los ojos, como si mis palabras fueran dagas, quizá lo son, pero no me importa. La verdad duele, y la necesita.
—No puedes... Alexander —susurra, y su voz tiene esa mezcla de derrota y deseo.
—Entonces me quedaré a arder contigo —respondo.
Se queda helada. Sus dedos aprietan los míos, apenas, pero lo hacen. Es todo lo que necesito para empezar a destruir a Maximiliano
—Si vienes conmigo ahora, no prometo que todo será fácil. Pero sí prometo que serás libre. De él. De esto. De todo.
Ella tiembla, sé que dentro de su pecho hay una guerra, pero también sé quién está ganando.
—Dime que no lo amas —le pido, casi en un susurro.
Y ahí está, el silencio, ese silencio que lo dice todo. No lo dice, porque no puede, porque sería mentira. Y yo sonrío, aunque por dentro estoy hecho cenizas.
—Vamos, Bella, no mires atrás.
Tira de su bolso con manos temblorosas. Se pone de pie. Sus ojos buscan la calle, una última vez, y luego, me mira.
—Llévame lejos.
Sonrío en silencio, Voy a destruirte Maximiliano me lo repito, una, dos, mil veces como una promesa.
Tomo su mano con fuerza y comenzamos a caminar, no rápido, no corriendo, caminamos como si no estuviéramos huyendo. Cada paso pesa más que el otro y retumba cada vez más.
—¿A dónde vamos? —pregunta ella, sin mirarme
—Donde no pueda encontrarte —respondo
No dice nada más, pero si respiración se agita con cada paso que damos. Llegamos a donde está mi Ferrari estacionado. Adrián le abre la puerta del copiloto a Bella.
Enciendo mi Ferrari y suelta un rugido que hace que Bella se sobresalte. No voltea a verme ningún segundo, sus manos están apoyadas en sus piernas, hace movimientos de ansiedad. Apoyo mi mano libre sobre la pierna de Bella y deja de mover sus manos ansiosas.
Llegamos a casa después de una hora de trayecto. Adrián le abre la puerta a Bella y la ayuda a bajar del auto. Bella baja con pasos inseguros, no dice nada, pero sus ojos dicen todo, esta asombrada de ver tanto lujo el que Maximiliano no le puede dar.
—Tú habitación te la enseñara Adrián
Asiente lentamente. —Gracias Alexander— me sonríe tiernamente
Siento algo en el pecho cuando veo su sonrisa tierna, ¿Amor? Imposible, esa palabra no entra en mi vocabulario. La veo alejarse junto a Adrián, sus pasos aún temblorosos pero más firmes que ahora, su bolso sigue colgado a su hombro. La observo hasta que desaparece escaleras arriba y sólo entonces me permito respirar hondo.
Camino hacia el mini bar de mi sala, sirvo whisky en un vaso de cristal y lo bebo de un trago. El fuego de la chimenea arde, pero no me da calor, no cuando siento el vacío que deja su presencia lejos de mí, incluso si esta a unos metros. Amor, repito mentalmente, con desprecio. No lo mío no es amor, me repito como un juramento, pero su voz me saca de mis pensamientos.
—Alexander...
Me giro de inmediato. Esta en la escalera, envuelta en una bata blanca, la misma que guardé para cuando ella estuviera aquí. Su pelo mojado cae sobre sus hombros y, por un instante, juro que la respiración se me corta.
—¿Todo bien? — pregunto , dejando el vaso sobre la barra
Asiente, baja un escalón, luego otro, finalmente llega al último peldaño y se detiene frente a mí.
—¿Esta casa es tuya?
—Sí
—Es hermosa, y silenciosa —dice como si eso fuera algo que no está acostumbrada a tener.
—Aquí nadie te va a gritar Bella
Baja la mirada, sus dedos juguetean con el borde de la bata.
—No... No quiero dormir sola.
Mis puños se tensan. Me obligo a mantener la compostura, a no malinterpretar sus palabras. Pero ella alza la mirada y sus ojos suplican algo más profundo que una cama compartida, suplica paz, refugio, seguridad.