Vivir con mi abuelo era como estar atrapado en una rutina interminable, un ciclo que comenzaba siempre antes del amanecer. El reloj no había marcado las cinco, pero él ya estaba en pie, y yo seguía sin comprender de dónde sacaba tanta energía a su edad. Lo primero que hacía cada mañana era pronunciar una oración en voz baja, dedicada a los muertos del cementerio que teníamos justo detrás de casa. Ese pequeño cementerio parecía ser su refugio, como si los muertos fueran su verdadera familia. Y en cierto modo, lo eran. Era un escape del mundo que parecía tan distante entre las sombras de los cipreses altos y retorcidos. El musgo crecía entre las grietas de las tumbas, mientras las cruces de hierro se oxidaban bajo el peso de los años. El abuelo decía que allí, entre el silencio y el sonido de los pasos en la grava, encontraba la paz que la vida ya no le ofrecía.
Así era nuestra vida, rodeada de tumbas y coronas marchitas, de rituales para despedir a los que nunca volverían. La funeraria y el cementerio eran los únicos del pueblo, un lugar que se mantenía al margen del tiempo y de todo lo que ocurría más allá de las montañas. Mi abuelo era el dueño, un hombre que muchos respetaban por su carácter recto y sus palabras siempre justas en momentos de duelo. Todos lo admiraban y, aunque pocos lo decían, también le temían. Tal vez porque era el único que convivía con la muerte todos los días y parecía no inmutarse.
A mí, sin embargo, esa convivencia me asfixiaba. En cada velorio, detestaba el sonido del llanto, del dolor ajeno. Pero lo que más odiaba era cuando alguien, sin previo aviso, se desahogaba conmigo. Buscaban una respuesta, algún consuelo que yo no podía darles. Solo podía decir lo mismo de siempre: "Lo siento mucho". Fingía compasión, aunque mi mente volaba lejos, escapando a alguna ciudad desconocida, a cualquier lugar donde no estuviera rodeado de muerte y lágrimas. Por desgracia, huir de aquí no era una opción. Allá afuera, la guerra se expandía, envolviendo ciudades enteras en un caos de violencia y miedo. Nuestro pequeño pueblo era uno de los pocos lugares que aún permanecía ajeno a esa locura.
Además de la sombra constante de la muerte, existía otra fuente silenciosa de dolor en mi vida: mi hermano mayor. Siempre había sentido una punzada de envidia hacia él, no porque lo extrañara, ya que nunca nos llevamos bien -siendo tan diferentes-, sino porque él tuvo la oportunidad de explorar el mundo antes de que estallara la guerra. Mientras yo permanecía aquí, atrapado en esta tierra de luto y silencio, él pudo viajar, descubrir nuevos horizontes y vivir experiencias que yo solo podía imaginar. Ahora, me quedo aquí, observando cómo el tiempo se detiene en nuestro pueblo, deseando haber tenido yo también la oportunidad de ver qué hay más allá de las montañas.
Hoy era un día como cualquier otro. Después de terminar mis tareas matutinas, me alisté para la escuela. Podría haber tomado el carro de la casa, pero prefería la bicicleta. Me gustaba la libertad de pedalear por el camino, sentir el aire fresco de la mañana, el serpenteo entre campos cubiertos de una fina neblina que apenas dejaba entrever el contorno de los árboles. Mientras bajaba la pendiente, podía ver a lo lejos los tejados inclinados del pueblo, oscurecidos por las nubes que amenazaban con descargar lluvia en cualquier momento. El aire se sentía denso y húmedo, impregnado con el aroma terroso de hojas mojadas. Siempre trataba de ir rápido, no por llegar temprano a la escuela, sino porque así evitaba cualquier socialización.
A mitad de camino, como cada día, me encontraría con Damián, el único amigo que tenía, y quizá la única persona que realmente podía tolerar.
Damián era diferente a todos en el pueblo y, sobre todo, diferente a mí. Mientras yo sentía que cargaba con el peso de los muertos, él irradiaba alegría. Tenía esa clase de bondad que no parece fingida, y lo curioso era que siempre tenía una sonrisa lista para ofrecer, como si no le costara nada. Era el tipo de persona en la que podías confiar sin dudarlo, alguien a quien podrías contarle cualquier cosa, sabiendo que jamás diría una palabra ni emitiría un juicio. Yo no entendía qué veía en mí, qué lo llevaba a querer pasar tiempo con alguien como yo, que siempre estaba atrapado en pensamientos vacíos y con deseos de escapar.
Y ahí estaba él, como siempre, esperándome en el puente. Su figura destacaba contra el cielo gris de la mañana, su cabello castaño perfectamente peinado y esos anteojos que se ajustaba a cada rato, más por manía que por necesidad. Me observó llegar y esbozó una sonrisa, como si verme le diera alegría. Tal vez por eso nuestra amistad funcionaba; su luz equilibraba la oscuridad que parecía seguirme a todas partes.
—Hola, Ethan —me saludó Damián con una sonrisa, que le devolví antes de que se subiera a su bicicleta y comenzáramos a pedalear juntos—. ¿Te enteraste de lo de Jonathan? El hermano de Samara... se disparó anoche. Bueno, me imagino que ya lo sabías.
Guardé silencio, intentando procesar sus palabras. Mi abuelo no me había comentado nada, o quizá él mismo aún no se había enterado. Dejé escapar un suspiro, no tanto por la noticia, sino porque sabía que el día sería largo y pesado después de la escuela. Tendría que prepararlo todo para el velorio... y aún así encontrar tiempo para estudiar, porque los exámenes estaban cerca y no podía fallar.
—Creo que no soportó lo que decían de él —continuó Damián.
Jonathan había sido llamado a servir, y como muchos jóvenes del pueblo, partió con la idea de proteger algo. Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que desertara, y cuando regresó, el pueblo entero lo condenó. La palabra "traidor" se volvió constante hacia él. Pero mi abuelo nunca lo criticó. De hecho, insistía en que Jonathan había sido valiente, que pocos se atrevían a cuestionar las decisiones que tomaban en sus vidas, pero que él lo hacía. Yo nunca entendí por qué lo decía y, para ser honesto, tampoco me importaba saberlo.
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Editado: 17.12.2024