El grito de Samara me hizo voltear por instinto. Al girarme de nuevo hacia la silueta, vi cómo, en un movimiento casi imperceptible, desaparecía. Una mezcla de frustración y tristeza me inundó. Sentía que había perdido algo importante.
Con la mandíbula apretada, me giré hacia Samara, quien, jadeando por haber corrido hasta mí, me miraba con ansiedad y culpa. Ella notó mi expresión de molestia y bajó la vista. Mi enojo se desvaneció; recordé la disculpa que le había ofrecido minutos antes y supe que no era justo reaccionar así.
—Lo siento —dijo, agachando la cabeza—. Pero... el diario...
—¿Quieres que te lo devuelva? —pregunté, sin poder ocultar mi decepción. Pero Samara negó con la cabeza, y eso me confundió aún más.
—Él... se quitó la vida en el sótano —murmuró, su voz tembló como si aún le doliera pronunciar esas palabras—. Allí hay algunas cosas. Hojas... —alzó la voz al final, corrigiéndose como si temiera revelar demasiado—. Hojas donde menciona a tu abuelo y a ti.
—¿A mí? —pregunté, sintiendo que no había escuchado bien. Ella asintió, mirándome con seriedad.—¿Puedo verlas? —insistí, y ella, con un leve asentimiento, confirmó.
Sin pensarlo mucho, revisé mi reloj. Ya era tarde, y sabía que mi abuelo debía de estar preocupado, pero la curiosidad y la necesidad de saber más pesaban más que cualquier otra cosa. "Le mandaré un mensaje en unos minutos", pensé, mientras subía de nuevo a la bicicleta.
—Si quieres, sube detrás de mí —le ofrecí al ver que aún respiraba agitada.
—Creo que mejor iré caminando. Alguien nos podría ver...
—No... importa —respondí entre dientes. La verdad es que sí me importaba, pero sentí que ella merecía que dejara de preocuparme tanto por eso.
Samara dudó. Luego, en un movimiento algo torpe, subió, pero no se sujetó de inmediato.
—¿Nunca te has subido a una bicicleta? —pregunté, girando un poco para mirarla.
Ella negó, y no pude evitar sonreír.
—Agárrate fuerte; no voy rápido.
Al sentir su cercanía, algo en mí cambió. Su aroma, dulce y cálido, se mezcló con el aire nocturno, haciéndome bajar la velocidad sin darme cuenta.
El silencio entre ambos se llenó con el murmullo de los árboles y el crujir del camino bajo las ruedas. Noté cómo, después de unos minutos, Samara soltó una pequeña risa y abrió los brazos, como si por un instante olvidara sus miedos. Por primera vez, la vi sonreír de verdad, una sonrisa que iluminaba algo dentro de mí. Fue tan sincera que me hizo sonreír también, aunque intenté disimularlo.
No dije nada. Simplemente pedaleé más lento, dejándola disfrutar.
Cuando llegamos, se bajó con torpeza, sonriendo como una niña.
—Es… extraño —dijo, tocándose el cabello revuelto por el viento.
—Lo hiciste bien para ser la primera vez —respondí, intentando no mostrar cuánto me había afectado verla así.
Me bajé también y dejé la bicicleta cerca de la entrada. Al entrar, solté mi mochila sobre el sofá, preparándome para lo que íbamos a ver.
—El sótano está por acá —dijo, señalando hacia la cocina.
—Dame solo un momento —le pedí, sacando mi celular para avisarle a mi abuelo que iba a tardar en regresar. Sabía que necesitaría una buena coartada, ya que seguramente me preguntaría dónde estaba. Al desbloquear el teléfono, vi varios mensajes de Damian.
"Me tienes preocupado. Iré a tu casa después de cenar", decía uno de los últimos mensajes. "Demonios, espero que no sea tarde", pensé, y decidí llamarlo antes de cualquier otra cosa.
Damian contestó casi al instante, y lo primero que escuché fueron sus regaños por no haberle respondido antes. Dejé que hablara, escuchándolo en silencio mientras pensaba cómo pedirle el favor que necesitaba.
—Damian, necesito que me ayudes en algo —comencé, y al instante él guardó silencio, atento—. Necesito que, si te marca mi abuelo, digas que estoy contigo, por favor.
—¿Eh? —exclamó sorprendido—. ¿Dónde estás?
Guardé silencio, sin saber cómo mentirle. Mejor dicho, no había mentira alguna que sonara convincente.
—Estoy con... Samara —dije finalmente. El silencio de Damian fue más largo de lo esperado—. ¿Damián?
—¿Tú y... ella?
—No, no es nada de eso —alcé la voz sin querer—. Es solo que...
—No te preocupes, yo te ayudo —interrumpió, agradecido de que no indagara más—. Te veo mañana. Salúdame a Sam.
—Gracias.
Colgué y envié el mensaje a mi abuelo, quien no tardó en responder con un seco "ok, con cuidado". Guardé el celular y busqué a Samara con la mirada, pero ya no estaba en la sala. Iba a llamarla hasta que oí ruidos provenientes de la cocina. Al entrar, la vi metiendo algo en el horno.
—Sé que es tarde y no tengo mucho que ofrecerte, pero haré galletas, por si quieres comer algo —dijo mientras se lavaba las manos y se soltaba el cabello, dejando que cayera sobre sus hombros—. No tardarán mucho...
—¿Podemos ir al sótano? —la interrumpí, y ella asintió sin protestar.
La seguí por un pasillo estrecho y oscuro, donde cada paso hacía que la madera crujiera. Al final, se detuvo frente a una puerta entreabierta, asegurada con una cuerda. Noté que sus manos temblaban mientras desataba el nudo.
—No es necesario que bajes —le dije, comprendiendo lo difícil que debía ser para ella.
—No pasa nada —respondió, aunque su voz no era convincente.
Abrió la puerta, y ambos descendimos con cuidado. La falta de luz me obligó a guiarme por el pasamanos hasta que Samara, quien iba primero, encendió la luz del sótano. Ahí lo vi. El lugar donde Jonathan se había quitado la vida. El olor metálico de la sangre persistía en el aire, y las manchas aún cubrían la pared y el suelo. Había una tina con restos de espuma y esponjas esparcidas alrededor, señales de un intento fallido de limpiar el espacio.
—Las hojas las recogí... y las dejé aquí —murmuró sin mirar hacia la parte del sótano donde todo había sucedido. Caminó hacia una mesa en el rincón opuesto, mientras yo la seguía, sintiendo una mezcla de morbo y respeto ante las manchas de sangre—. Pensé en subirlas, pero no podía bajar... sola.
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Editado: 17.12.2024