Ojos blancos en la guerra

Capítulo #5

La alarma sonó estridentemente, arrancándome del último sueño que no recordaba. Extendí la mano para apagarla de un golpe, soltando un bufido. Me senté al borde de la cama con los pies descalzos tocando la madera fría, tratando de arrancarme la somnolencia. Mis manos cubrieron mi rostro mientras exhalaba.

Caminé hacia la ducha, aún somnoliento. No esperé a que el agua se calentara; sentir el agua helada recorriéndome era casi un ritual, una forma de ahuyentar cualquier residuo de pereza o sueño. Salí de la ducha y me vestí rápidamente.

Cuando llegué a la cocina, el silencio de la casa me dio la bienvenida. Mi abuelo ya no estaba. Sobre la mesa encontré un vaso de jugo y una nota: "Buenos días, Ethan. Que tengas un buen día." Una frase sencilla, que parecía ignorar por completo el caos de la noche anterior. ¿Cómo podía escribir algo así después de lo que sucedió? Bebí el jugo de un trago, dejando el vaso vacío en la mesa. Salí sin mirar atrás.

En el puente, Damian me esperaba como siempre, pero esta vez había algo diferente en él. Una sonrisa traviesa se dibujaba en su rostro, como si supiera algo que yo no conocía. Pasé de largo, sin detenerme, pero él me alcanzó con facilidad.

—¿Y bien? —preguntó, arqueando las cejas con una expresión que me hizo rodar los ojos.

—No es lo que crees —respondí, con un tono que cerraba el tema antes de que empezara.

—Es una linda chica. Y no solo hablo de lo físico... —insistió, con un tono que solo hizo que apretara más la mandíbula.

—Ya te dije que no es lo que crees —repetí, ahora molesto. Mi tono fue suficiente para que Damian entendiera que no debía insistir más. Sin embargo, empezó a tararear de forma burlona, lo que, a pesar de todo, me arrancó una risa involuntaria.

Cuando llegamos a la escuela, algo se sintió... extraño. El patio estaba inquietantemente casi vacío. Damian y yo dejamos nuestras bicicletas en el mismo lugar de siempre, intercambiando miradas de duda, y nos dirigimos al edificio principal. A mitad del pasillo, una multitud se agolpaba en círculo, formando una barrera de curiosos que murmuraban y vitoreaban.

Sentí un nudo en el estómago al imaginar quién podría estar en el centro de ese caos. Damian me lanzó una mirada, como esperando mi reacción, pero yo no esperé. Sin pensarlo, me abrí paso entre los cuerpos apretados hasta llegar al frente. Lo que vi me dejó paralizado.

Samara estaba allí, con la cabeza gacha, sus cosas esparcidas por el suelo. Joscelyn y Nadia la sostenían con fuerza por los brazos, mientras Nat se erguía frente a ella, con desprecio que me revolvió el estómago. A su lado, un chico de nuestra clase sostenía una bolsa de comida, la misma que Nat le arrebató para alzarla ante la multitud como si fuera un trofeo.

—¡Miren esto! —gritó Nat, dirigiéndose a los demás—. ¡Ahora resulta que la zorra estaba robando comida!

Samara no levantó la mirada ni una sola vez, soportando el peso de las miradas y las risas. El timbre sonó, como si el destino hubiera decidido ponerle fin a la escena. Joscelyn y Nadia la soltaron con brusquedad, y Nat le arrojó la bolsa de comida.

La multitud comenzó a dispersarse, pero las miradas y los susurros no cesaron. Mi garganta estaba seca, y el nudo en mi estómago parecía haberse convertido en una roca. Damian, sin dudarlo, se agachó para ayudar a Samara a recoger sus cosas.

—¡Ethan! —me llamó desde el suelo, con una mirada que pedía algo más que ayuda física. Pero yo me quedé inmóvil. —¡Olvídalo! —exclamó con frustración, girando la cabeza hacia Samara mientras yo luchaba con la culpa y la cobardía.

Damián siguió recogiendo las cosas de Samara mientras ella, avergonzada, mantenía la mirada fija en el suelo. Por un momento, pensé en marcharme. Había algo incómodo en la escena, como si yo no perteneciera allí. Sin embargo, algo me detuvo, una sensación que no pude ignorar. Antes de darme cuenta, ya estaba de rodillas, ayudando a recoger sus pertenencias.

Damián me miró con una sonrisa de aprobación, pero Samara seguía sin levantar la vista. Cuando por fin reunió todo, se alejó hacia el salón con pasos rápidos, como si quisiera desaparecer. Damián y yo la seguimos en silencio.

Al entrar al aula, el profesor nos llamó la atención por la tardanza. No era la primera vez, pero a diferencia de otras ocasiones, no dijo nada más y nos permitió entrar. Me senté en mi lugar mientras el murmullo de los demás no cesaba. Palabras como "ladrona" y "muerta de hambre" se escabullían entre risas. Miré a Samara. Ella mantenía la vista fija en su cuaderno, aparentando que no oía nada. Admiré su fortaleza, incluso si sabía que era una fachada.

Las clases antes del receso pasaron más rápido de lo habitual. Cuando llegó el descanso, Damián se quedó un momento en su lugar, sacó su lonchera y la colocó sobre la banca de Samara.

—Toma. Es para ti —le dijo con una sonrisa antes de salir del salón.

Ella no abrió el plato de inmediato. Esperó a que todos se fueran antes de hacerlo, creyendo que nadie la observaba. Pero yo la vi de reojo desde la puerta.

—¿Y tú qué vas a comer? —le pregunté a Damián, asimilando que había cedido su comida.

—Tú me vas a compartir del tuyo.

Sonreí y asentí. Nos sentamos juntos, compartiendo lo que quedaba.

Mientras comíamos, Damián no dejaba de mirarme, esperando que le explicara algo. Lo sabía. Estaba esperando que le contara qué hacía en casa de Samara. Su mirada insistente me hizo dudar. Mi boca se movió, pero las palabras se atoraron en mi garganta.

—No necesitas explicarme nada —dijo finalmente, rompiendo el silencio con un tono tranquilo—. Por cierto, ya avancé con la historia.

Sacó su libreta con entusiasmo y comenzó a mostrarme sus apuntes. Sin embargo, el momento fue interrumpido por el sonido de su celular. Lo sacó del bolsillo y frunció el ceño al ver quién llamaba.

—¿Qué pasa? —pregunté, masticando el último bocado.




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