Ojos blancos en la guerra

Capítulo #6

—¿Qué haces aquí? —pregunté sin detenerme, yendo directo hacia la bodega donde mi abuelo guardaba los productos de limpieza.

—¿Es todo lo que dirás después de tanto tiempo sin verme? —replicó él, siguiéndome como un perro insistente.

Lo ignoré mientras buscaba lo que necesitaba, rebuscando entre los estantes.

—Sabía que me necesitarían aquí —continuó Adam, su tono lleno de falsa seguridad—, con eso de que la guerra está cerca.

—Te equivocas. No te necesitamos —respondí, con resentimiento.

—Eso siempre dices, pero al final siempre termino ayudándote —dijo, y su comentario encendió algo dentro de mí.

Respiré hondo, tratando de mantener la calma. No quería desatar una pelea frente al abuelo. Pero Adam no sabía cuándo detenerse.

Cuando intenté salir de la bodega, él me detuvo con un movimiento brusco, casi haciendo que dejara caer los productos que llevaba en las manos.

—¿A dónde vas con todo eso? —preguntó, fijando su mirada en lo que llevaba, con desconfianza.

—No es algo que te importe —repliqué, apartándolo con más fuerza de la necesaria.

Pero Adam volvió a detenerme, agarrando mi brazo con más insistencia esta vez.

—Me importa todo lo que hagas, porque puedes perjudicar al abuelo.

—¿Ahora te interesa? —solté, incapaz de contenerme más. Mis palabras salieron cargadas de enojo y frustración—. Entonces, ¿por qué no estuviste aquí cuando enfermó de gravedad?

—Estaba demasiado lejos, y con la guerra limitan la salida y entrada a diferentes países. ¿Lo sabes?

—Pero eso no te detuvo para irte, ¿o sí? —espeté, dándole la espalda mientras la rabia se acumulaba en mi pecho—. Y sé que solo viniste porque si nos pasaba algo, no podrías con la culpa...

—¡Chicos, por favor! —la voz del abuelo interrumpió, fuerte pero llena de cansancio.

Adam me soltó, y yo, con la mandíbula apretada, me giré sin decir más. Salí de la bodega decidido, sin mirarlo a los ojos.

Afuera, el aire frío me golpeó la cara, pero no fue suficiente para calmarme. Mi mente seguía girando en torno a sus palabras, a los años de ausencia, a la rabia que no podía liberar del todo.

Había cosas que nunca iban a cambiar. Y Adam era uno de ellos.

Acomodé las cosas en la bicicleta como pude, ajustando las correas y tratando de no pensar en la discusión con Adam que seguía retumbando en mi cabeza. Pedaleé con fuerza, como si pudiera dejar atrás el peso de sus palabras, pero el rugido de mi estómago pronto me trajo de vuelta a la realidad. No había comido bien, y mi cuerpo lo reclamaba con insistencia. Solté un suspiro resignado, mirando el sol que comenzaba a ocultarse. La jornada aún iba para largo, así que decidí detenerme en un restaurante cercano.

No era cualquier lugar. Era uno de los últimos que habíamos visitado juntos: Damián, Samara y yo. Al cruzar la puerta, sentí nostalgia. El olor a especias y café recién hecho era tan familiar que casi podía escuchar nuestras risas resonando.

En mi mente, la escena se reconstruyó con claridad: estábamos sentados en la mesa junto a la ventana, el sol entrando a través del cristal. Samara hablaba con entusiasmo sobre un proyecto escolar, moviendo las manos para enfatizar sus ideas, mientras Damián se inclinaba hacia atrás en la silla, con su típica sonrisa despreocupada.

—¿De qué sirve tanto esfuerzo? —dijo entonces, cruzando los brazos detrás de la cabeza—. Si vas a llegar al mismo lugar que alguien como yo, que apenas estudia.

Recuerdo haberme reído en ese momento, pensando que era un comentario típico de él. Pero Samara lo fulminó con la mirada, exasperada por su actitud.

—Siempre dices eso, pero no significa que tengas razón —replicó ella.

—Quizá no tenga razón —admitió Damián, para mi sorpresa, encogiéndose de hombros—. Pero al menos sé lo que quiero. ¿Ustedes pueden decir lo mismo?

Sus palabras me dejaron sin habla. A pesar de su resistencia a los estudios y su actitud relajada, Damián tenía una madurez inesperada que yo nunca había querido reconocer. Siempre parecía saber hacia dónde iba, mientras Samara y yo nos aferrábamos a la estructura del "deber ser". Incluso entonces, ese comentario me había incomodado, como si hubiera puesto en evidencia algo que yo no quería admitir.

Volviendo al presente, me pregunté si esa seguridad suya era lo que ahora lo hacía tan fácil de querer. Porque incluso entonces, Samara había sonreído, como si hubiera perdonado su falta de interés en la escuela solo por esa chispa de autenticidad que yo nunca lograba igualar.

Sacudí la cabeza, intentando apartar ese pensamiento mientras mi mirada se posaba en el menú de la pared. Casi sin darme cuenta, busqué el platillo que Samara siempre pedía. Allí estaba, junto a otro que recordé como el favorito de Damián.

Me acerqué al mostrador y, antes de poder decir algo, una voz cálida me saludó.

—¡Hola, Ethan! Qué milagro verte por aquí. —Era la señora Freeman, la dueña del lugar. A pesar de rondar los cincuenta, siempre se veía llena de energía. Fuera del restaurante, vestía con elegancia, como si fuera dueña de un negocio mucho más ostentoso. Pero aquí, su delantal y su sonrisa daban un aire hogareño al sitio. —¿Cómo está tu abuelo?

—Hola, señora Freeman. Mi abuelo está bien, gracias por preguntar —respondí con cortesía, sin ganas de extender la charla.

—¿Vas a querer los mismos platos de siempre? —me interrumpió, sin esperar mi respuesta. Antes de que pudiera corregirla, continuó: —Ya van dos días seguidos que te veo con Samara.

—Solo estamos trabajando en algo de la escuela —me defendí rápidamente, como si lo que hubiera dicho fuera una ofensa.

Ella arqueó una ceja, incrédula. Esa mirada me hacía sentir como un niño atrapado en una mentira.

—Es lindo que los tres traviesos de hace años se estén reuniendo otra vez. Por cierto, ¿podrías entregarle esto a Damián? —dijo mientras rebuscaba en un cajón bajo el mostrador. Cuando encontró lo que buscaba, me entregó un llavero gastado, con el cuero descolorido por el uso. Lo reconocí al instante: era el favorito de Damián. —Lo olvidó la última vez que vino con Samara.




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