Ojos negros

Capítulo VIII: Creciente desconfianza

No temprano. Mejor tarde.

Aluca seguía odiando a Pam, y no sólo era por sus prejuicios acerca de los niños, sino también por lo insistente y crédulo que demostraba ser. Podía patearlo, pero con la misma se levantaba y le extendía las manos para recibir un abracito. Sumamente detestable.

Más o menos eso era lo que Aluca experimentaba cuando el niño se fue a dormir, sobre todo al ver que luego de que su madre lo abrazara, Pam había empezado a caminar de puntillas a través del cuarto para encender la luz. La chica se escondió bajo la cama con rapidez, irritada por la detestable insistencia del infante de ojos redondos.

—¿Estás ahí?

Su vocecita chillona inundó las cuatro paredes de la habitación, mientras ella, desde su escondite, observaba los piecitos del pequeño recorrer el lugar para encontrarla. En primer lugar la buscó en el clóset, y al no encontrarla de sus labios escapó un chillido de tristeza.

Un ruido que, por muy extraño que sonara, no le había generado satisfacción a Aluca, sino algo parecido a la... ¿tristeza? No, no, no iba a sentir tristeza por las ilusiones frustradas de un imberbe infante. Ella muy bien sabía que la inocencia se le iba a acabar, y cuando eso sucediera, ella estaría ahí para ver cómo el brillo en su mirada iba muriendo.

Aquello la hizo sonreír.

—¿Dónde estás...? —lo oyó preguntar a la nada, viendo cómo sus piecitos lo dejaban sentado en el suelo en un gesto enfurruñado y lleno de desilusión.

Inmediatamente el sonido de un mini llanto se hizo presente, y Aluca, luego de rodar los ojos, más por un impulso que por su voluntad, profirió un sonidito que alertó a Pam acerca de su ubicación.

El niño se puso alerta de inmediato, como si unas antenitas se hubiesen encendido en su cabeza.

—¡Te encontré! —Pegó la mejilla en el suelo, observando la borrosa silueta de Aluca en la oscuridad. Una sonrisa iluminó su semblante al comprobar que era ella y que no se había ido—. ¿Cómo estás? ¿me extrañaste?

Ella prefirió no responder, sintiéndose estúpida por haber aceptado entablar una conversación cuando se hiciese de noche, o lo que era peor, estar dejando que él le dirigiera la palabra. En primer lugar se preguntaba cómo era que un simple niño era capaz de verla, cuando se suponía que nadie contaba con esa habilidad. Silas le había dicho que los humanos no veían a las criaturas a menos que fuesen especiales...

¿Un niño de apariencia tan tonta como él podía ser especial? Quizá lo especial, al igual que la belleza, era algo subjetivo.

Estando ahí metida debajo de la cama, Aluca empezaba a reconsiderar la idea de odiar a ese niño si era que presentaba características especiales.

—Hey... ¿qué tienes? ¿tienes hambre? —El niño metió su mano debajo de la cama por curiosidad, deseando tocar a la chica para ver cómo era. Pero Aluca se retrocedió para impedir el contacto entre ambos.

—No soy tu mascota, niño —bufó ella, pero el jovencito no hizo más que sonreír al ver que otra vez le dirigía la palabra. No era muy inteligente a la hora de comprender que no lo querían cerca.

—¿Y entonces qué eres? —Volvió a meter la mano, pero un gruñido por parte de Aluca lo hizo echarse para atrás.

—Si vuelves a meter la mano te la arranco.

—¿No me quieres?

«Eres horrible, ¿quién te querría?» pensó.

—No tengo por qué quererte...

—Mi mami sí me quiere.

Ante las palabras del niño Aluca bufó. Sólo por ser madres no tenían la obligación de querer a sus hijos más que a sí mismas, incluso ese amor podía ser falso, falso e histérico como el de Asy.

—No me respondiste la pregunta. ¿Me quieres o no?

—No te incumbe. —Fue lo más tajante posible, pero el niño, con sus ojos redondos e inocentes, seguía rebosante de curiosidad, como si su energía nunca se acabara o como si una pequeña parte de su subconsciente sintiese placer al molestar a las personas. Aluca siempre había juzgado a los niños desde esa perspectiva.

—¿Y qué haces aquí? ¿te perdiste?

—Mira, niño. No estoy aquí para que un engendro como venga a tratarme como su mascota, como el ángel de la Guarda, como Santa Clous, ¡o como cualquier maldita aparición que la gente se invente! —Lo señaló de forma amenazante, sacando su brazo de la oscuridad para que él pudiera verlo y así intimidarse un poco—. Sólo estoy aquí porque... ¡Suéltame, imberbe!

Antes de poder terminar la frase, Pam había halado el brazo libre de Aluca con una fuerza que le pareció sobrenatural. Al darse cuenta la chica tensó su cuerpo, aferrándose a mantener su identidad envuelta en la penumbra que le brindaba su escondite. Sin embargo, al cabo de unos minutos de jaleo el chico la había tirado tan fuerte que logró sacarla de debajo de la cama.

La chica de ojos negros salió de su escondite a regañadientes, mientras de sus labios escapaba un gruñido de molestia al ver que Pam se rendía. Se sentía indignada, pero más que todo molesta al ver que el castaño se estaba riendo.

Las risas.

Odiaba las risas de los niños, y el desmenuzado respeto que en algún punto había recopilado hacia él, se deshizo como agua al evaporarse.

La ira nubló su buen juicio.

—¡Te gané, te gané! —celebró el pequeño, riéndose a carcajadas mientas se revolvía sobre el piso. Lo que no sabía era que Aluca no tenía un muy buen sentido del humor, y al escuchar que sus burlescas risas subían de volumen, se abalanzó sobre él y le golpeó el cuerpo contra el piso, presa de una ira demoníaca que sólo en ocasiones extremas era capaz de sentir.

Una humareda oscura se arremolinó alrededor de ambos, contoneándose en torno a las paredes en función al estado de ánimo de Aluca.

—¡Maldito niño, eres un...!

Su grito se vio ahogado en cuanto abrió los ojos, observando la inexpresiva mirada de Pam, quien la observaba, no con miedo ni con disgusto, sino con un asombro propio de la persona que ha visto las ocho maravillas del mundo al mismo tiempo. Sus ojos avellana le recorrían los rasgos como si estuviese en trance, como si estuviese viendo a un ángel que le iba a llevar las mejores noticias.




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