El viejo gato se refregaba feliz entre las piernas de quien todos llamaban «niña». Era un gato blanco y rechoncho con malas pulgas. Pelaje largo y liso, cara chata y siempre enojada. Había estado en esa casa desde que Olivia tenía memoria, maullando a todas horas y soltando toneladas de pelo.
Mil veces la pequeña había imaginado qué tan bonito quedaría el contraste del pálido pelaje del felino, con la viscosa y tibia sangre que saldría de su cuerpo. Pero como una niña buena, había reprimido sus pensamientos, dejándolos solo para su activa imaginación; la cual siempre había sido muy rápida, muy colorida, muy vívida.
El gatito maullaba con ese sonido ronco que parecía más un bufido, pidiendo comida como un poseso. Olivia se levantó del sillón en el que se encontraba sentada con las piernas colgando. Tomó la falda de su vestido color lavanda y se dirigió dando saltitos y vueltas a la cocina. Tarareaba alguna suerte de canción infantil mientras una dulce sonrisa se pintaba en sus labios rosas, alimentaría al gatito ella misma, sin necesidad de molestar a su madre en el jardín.
La cocina era blanca y espaciosa, decorada con motivos grises y verde manzana, Olivia creía que era bastante bonita. Tomó una de las sillas metálicas que rodeaba la mesa central de la cocina y la acercó con cuidado a la mesada, la comida se encontraba en un estante bastante alto para su estatura. Se paró en puntitas con sus pies descalzos sobre la silla haciendo equilibrio para no caer. La sonrisa había desaparecido, dando paso a una mueca de molestia. ¿Por qué el gato no paraba de maullar? Tomó la lata de comida de la despensa y un pequeño abrelatas. Bajó de la silla de un salto, aterrizando sonoramente sobre sus talones.
—Ven, gatito. Toma un poco de esta cosa fea —murmuró con voz cantarina llamando al gatito con la mano. Se arrodilló en el piso y abrió el pote de comida para gatos. Lo depositó en el suelo con un sonoro repiqueteo mientras la bola de pelos blanca se acercaba y comía a toda prisa, ronroneando.
Olivia no le tenía un especial cariño al animal, pero le parecía tierno y gracioso a veces, incluso suave y abrazable, por lo que al terminar él de comer, la niña extendió los brazos, para poder por fin, mimarlo con tranquilidad y en silencio, sin molestos maullidos; pero el gato la ignoró de forma muy impertinente y comenzó a lamerse las patas como si nada le interesara más en el mundo.
Olivia no podía creer semejante desfachatez por parte del minino. Ella lo había alimentado, ¿y así le pagaba? No entendía por qué momentos antes, el feo gato, había sido tan cariñoso con ella. ¿Acaso solo quería que lo alimentara? ¿Solo la había utilizado?
Una insólita ira infantil comenzó a invadir el delgado cuerpo de Olivia, haciendo enrojecer sus mejillas y provocando que sus manos temblaran, su ceño se había fruncido y su respiración se hacía pesada. El pequeño abrelatas se había vuelto repentinamente más brillante en su mano, mientras la niña pensaba en lo bonita que se vería la piel blanca del felino moteada de rojo. Sus pensamientos se nublaron hasta tal punto que casi podía sentir la tibieza de la sangre entre sus dedos, ¿cómo sería?
Olivia, sin reprimirse esa vez, decidió seguir su imaginación. El pobre minino, inconsciente de lo que pasaría, ni siquiera intentó escabullirse de sus mortales manos.
Pintó un cuadro con la sangre y compuso una melodía con los maullidos lastimeros del felino. Sus pequeñas manos, empapadas en la esencia vital del animal, tal como pensaba que sería.
—¡Olivia, por el amor de Dios, ¿qué has hecho?! —gritó su madre entrando en la cocina con la pala de jardinería en la mano.
La joven chica sonrió con fingido arrepentimiento abriendo los ojos de manera inocente, pensando en lo bonito que se veía el borde de su vestido de color rojo.
En su mente, le parecía arte. No estaba mal, el gato la había utilizado y ella lo utilizó a él para crear algo bonito. Pero su madre no lo entendería jamás.