Olvidarte seria olvidarme /yueliang

Capítulo XXX

Capítulo XXX

"¿El futuro siempre se cumple como lo idealizas?"

Narra la autora.

Va caminando ella, la castaña de ojos fuego, en pequeños trotes por los pasillos del castillo. Mueve la falda de su vestido al son de los taconeos de sus zapatillas. Tac, tac.

Nota la puerta del despacho de su madre a la derecha, media abierta. ¡Uu! Quiere entrar y lo hace. Asoma su cabecita primero, localizando a su madre sentada en su escritorio, escribiendo algo con pluma negra.

— ¡Tra! —gorjea con travesura. Liè levanta la vista y sonríe al verla.

La risa de Mitsuki hace eco entre las cuatro paredes. Abre sus bracitos y, como avioncito, corre hasta su lado. De un brinco se sube en sus piernas y ve lo que dibuja. El abecedario en japonés, algo mal escrito, pero está ahí.

— Qué mal, mami.

Niega con la cabeza, sus dos moñitos se menean de un lado a otro, desfigurando la sombra de zorrito por encima de su cabeza.

— Mami.

La mira al no escuchar respuesta y se queda estática en su lugar, sin pestañear, sin respirar, sus labios se cierran en sequía.

Lo único húmeda es la tela verde de la blusa sin mangas de Liè, siendo empapada por la sangre que corre desde su cuello. Con la cabeza caída, sus manos sueltas en vertical y esa sonrisa paralizada en mueca negra, sin dientes.

— ¿Mami? —su tono de voz sale herido, casi ausente a su propio campo auditivo. La saliva seca en sus labios se hace fina línea al separarlos. Así como los latidos de su pulso se aceleran a mil— ¿Mamá?

La toca de hombros, pero algo estorba en su propia mano. Baja la vista y ve el cuchillo. Está agarrando un cuchillo manchado de sangre. El mango está sudoroso, pero más lo está ella. El líquido rojo llega a sus piernas y observa de nuevo el cuerpo de su madre, esta vez, falta su corazón. ¡Hay un hueco en su pecho! Ve la sangre correr, no se detiene. Detente. ¡Detente!

Fue hacerle presión, a unir la carne cortada, así tal vez despierta; pero esa bolsa pegajosa, curveada y en forma de puño la detiene. La tira al suelo de golpe. No. No. Ella no puede haber arrancado su corazón. Sus uñas están largas de susto. Eso. No por haber atacado. No a su madre....

— ¡MAMÁ! —grita.

Tira de sus cabellos en llanto. Alejándose. La sangre en sus manos se seca en sus hebras de mechas rojas. La habitación da vueltas, está manchada de pintura roja. O sangre... no la identifica. No se toma el tiempo en hacerlo. La figura enfrente suyo para el tiempo. Detrás de la silla de su madre hay una niña. Es ella. Se reconoce a sí misma. Solo que parece sombra. Lo único que se ilumina son sus ojos y mechas rojas.

La figura sonríe, ladea la curva de sus labios en algo macabro. Tiene aires de diversión, pero lo que siente Mitsuki es algo más parecido al terror. A ganas de ir al baño y dejar la vida ahí.

Las manos de esa niña enfrente suyo se extienden por los hombros de su madre, llegan a la piel rasgada y la agarran, sin efectuar cualquier movimiento.

— ¡NO!

Y la roja abre su pecho sin más. La sangre salpica el rostro de Mitsuki. Se cubre con los brazos, pero la oscuridad la absorbe.

***

— ¡Ugh! —se incorpora en la cama por sus brazos. No puede ser, no esa pesadilla otra vez.

Se resigna a no cerrar los ojos y pestañear a medias. La oscuridad trae esa imagen horrorosa de vuelta a su mente y eso no le gusta. Pasa revista a su ubicación, la habitación en la que se quedan. Está sola en ella, al parecer. Ya es de día. Un nuevo día. O simplemente, otro día.

— Sí, otro día —se afirma a sí misma y se desliza por las sábanas hasta el suelo. Los pelitos de la alfombra le hacen cosquillas en la planta de los pies, de esas de masaje.

Frota sus ojos, intentando pensar en zorritos anaranjados, los cuales saltan una Valla. Vuelve a la luz del sol, las olas del mar reflejadas en el techo y un cristal demasiado limpio para enfrentarse todos los días a la sal de la maresía.

Pero más allá de ver eso, ve su propio reflejo. Sus mechas arden en luz brillante, sus ojos brillan y algo ha cambiado en sus pupilas. Estas están rasgadas.

— ¿Cómo voy a controlaros... —toca su mano en el reflejo oscuro— ...si apenas os conozco?

Observa sus ojos más de cerca. Siente el vapor desprendido por ella, regresar a su rostro y quemar algo de sus párpados. Sopesa un suspiro, le fastidia que tantos libros en el mundo se repitan, algunos llenos de boludeces y que de sus poderes no haya ni una simple carta. Una nota, algo. ¡Algo!

Cómo sea, da un paso atrás y se tambalea de tobillos, pero se mantiene en pie. Por otro lado, el cuadro en la mesita no tiene el mismo equilibrio y quiebra detrás de ella.

Ahora sí que está despierta. Se desorbita a tal punto que ni sus pestañas logran rellenar el blanco de su esclerótica.

La foto de dos niñas rubias cae a sus pies. Ah, las conoce. La más pequeña es Rebecca y, la grande, Lucy; ambas hijas del capitán Miller. Rebecca es una niña buena, un dulce angelito inocente. Gatitos, unicornios, monstruos marinos y caballitos de mar se le vienen a la mente al conocer la creatividad artística de la niña y su cuaderno rosado.

Sin embargo, no cree decir lo mismo de Lucy; no deja de mirarla atravesada. Lo peor es que, si su mamá los deja entrenar con los marines, la mayor será quien la entrene.

¿Acaso no es suficiente con su hermano para andar siempre fastidiando?

Mira al suelo, qué montón de vidrios rotos... sería interesante cortar hebras rubias con ellos.

No puede evitar pensarlo. La sonrisa siniestra reluce en su rostro. Levanta la sábana del colchón, hay un fino espacio entre el suelo y la madera. Si van a limpiar, es con aspiradora y una bolsa rota es mejor que un castigo malito. Arrastra los vidrios hacia la oscuridad baja, se agacha en cuclillas y recoge los pequeñitos; también los tira con los demás. Se cerciora de no dejar ninguno, se acerca a la ventana y mira en todos ángulos para que alumbre alguno con la luz; pero todo está limpio. Perfecto. Esconde la foto también, el viento se la ha llevado, por si acaso.




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