Agradecía que había dejado la casa semi en orden, porque si no sabría dónde meterme.
En el fondo de mi cabeza resuena el consejo de mi mamá, que más que consejo suena más como reprimenda.
“Nunca invites a un hombre si tu casa está desordenada. Podría creer cualquier cosa de ti. Recuerda una casa desordenada es una mente desordenada”.
Saqué la llave mi bolso mientras Will se colocaba a mis espaldas.
—Lindo edificio—miró a su alrededor.
—Nos costó mucho encontrar uno que fuera del agrado de las dos. Luego Maddie se fue y quedó todo a mi cargo. Bienvenido a mi humilde morada—dije abriendo la puerta.
— ¿Debo sacarme los zapatos o algo así?
—Claro que no, solo ponte cómodo. Yo preparé el café.
Un silbido sonó detrás de mí.
— ¿Que hace una chica con una televisión tan grande?
—Veo películas para adultos. Mayor tamaño, mayor placer.
Enmudeció inmediatamente. Y mi carcajada llenó el lugar.
— ¿En serio te lo creíste?
—Estas llena de sorpresas, ¿por qué no debería creerte?
—Porque estoy en contra de la industria pornográfica y además encuentro sus películas aburridas. Prefiero los libros.
— ¿Y en cuanto al tamaño?
—Herí su ego, ¿señor?
Se acercó a mí y me acorraló contra la mesada.
—Cómo se nota que no sabes de lo que hablas.
Wow, y claro que no lo sabía. No esperaba eso para nada.
—El tamaño y el placer no tiene tanta relación para mí—dije cuando pude controlar mis hormonas y decir algo cuerdo.
Saqué de la despensa dos cajas de cápsulas de café.
— ¿Cuál prefieres?
Se quedó un minuto evaluándolos, en silencio con una mano en su barbilla tocando con sus dedos la barba de dos días que descansaba en su rostro.
— ¿Qué tenemos aquí? Un espresso americano o un latte caramel.
Giraba en torno a mí, mirando los cafés de reojo.
—Ay Dios—puedes decidirte de una buena vez.
—No puedo, me estás ofreciendo dos cosas espectaculares. O tres.
—No te pases.
—Lo siento, lo siento—dijo levantando los brazos en señal de disculpas—Tomaré lo mismo que tú.
—Dos lattes caramel marchando. Puedes esperar en el balcón. Disfruta de la vista que te ofrece la maravillosa ciudad de New York.
—Permiso.
—Siéntete como en casa—grité desde la cocina mientras ponía las cápsulas dentro de la cafetera.
—Vaya vista tienes aquí.
—Lo sé.
Cuando los dos cafés estuvieron listos, me tomó un buen rato elegir unas tazas que me hicieran quedar bien parada.
Agradecía mi obsesión por ellas en este momento. Me decidí por dos sobrias tazas negras de loza. Perfectas para conservar la temperatura.
Con las bebidas en la mano, salí al balcón y me coloqué a su lado.
Me lo encontré pensativo, mirando a las estrellas.
—La noche está preciosa—dije.
— ¿Sabes que más está preciosa?
— ¿Qué?
—Tú.
No me dio tiempo para deshacerme en frases hechas, en acusarlo de casanova, de reírme de sus comentarios porque cuando recobré el sentido, me di cuenta de que él me estaba agarrando por la cintura y sus labios estaban sobre los míos, dándome posiblemente el mejor beso de mi vida.
No me esperaba esto tampoco. No lo veía venir. Pero parece que esta noche está llena de sorpresas. Y aún no terminaba.
Pero disfruté hasta el último momento. ¿Cómo no hacerlo?
Es decir, ¿qué persona no disfrutaría de tener a un chico guapo besándolas, demostrando cuanto le gustaba?
Solamente alguien muy tonta.
Incapaz de amar.
Incapaz de sentir.
¿A quien quería engañar? Probablemente eso habría hecho yo hace unos meses atrás, cuando me negaba a dejar entrar a alguien en mi corazón.
Por miedo.
Por culpa del estúpido miedo que tantas cosas me habían impedido conseguir en mi vida.
El miedo a que pasará.
El miedo al qué dirán.
El simple miedo a equivocarme.
Y el peor de todos, el miedo a empezar de nuevo.
Ese era el peor de todos.
Pero esta noche en particular, decidí que lo callaría, no dejaría que opacara este momento.
Ahora el miedo no existía para mí.