Operacion Quisqueya

Capítulo 3: Cacería en la Selva

La selva no perdona. No importa si la conoces desde niño o si la estudiaste en mapas satelitales. Cuando la tierra se humedece con sangre y las hojas crujen bajo botas enemigas, la selva se convierte en un monstruo sin rostro, hambriento de hombres.

Y aquella noche, en las montañas de Jarabacoa, la selva quería devorarlos.

El equipo corría sin aliento, cada paso una decisión entre sobrevivir o ser alcanzados. Los sensores térmicos del dron indicaban múltiples escuadrones enemigos rodeando la zona. Eran soldados bien entrenados. No policías locales ni militares improvisados. Esto era una operación de limpieza.

—¡Nos están cazando como perros! —gruñó Tariq, mientras lanzaba una carga explosiva improvisada detrás de ellos. El estruendo hizo temblar el suelo, y los árboles escupieron hojas como metralla.

Alexis Vargas tomó la delantera. Conocía aquella parte del bosque. Su padre lo había traído a cazar allí cuando era niño, mucho antes de que lo reclutaran en los marines.

—¡Síganme! Hay un paso natural hacia el río. Si llegamos antes que ellos, podemos usar las corrientes para desaparecer —gritó, con voz áspera pero decidida.

Dante confiaba en su instinto. Alexis no era solo un tirador experto, era selva. Respiraba con ella, leía sus huellas, entendía su lenguaje.

A su lado, Mila apretaba los dientes, con el brazo herido vendado por Sophie. Chen seguía concentrado en los transmisores, tratando de enviar al menos una parte de los archivos interceptados a un satélite clandestino.

—¡No hay señal suficiente para una carga completa! ¡Necesitamos una altura mayor! —gruñó el técnico chino.

—Primero vivo, luego el satélite —dijo Dante.

Las ráfagas comenzaron a escucharse a lo lejos. Luego más cerca. Cortaban el aire como cuchillas invisibles. Alexis se detuvo un segundo, luego se agachó.

—Mina. Tierra nueva removida. Esto es reciente —advirtió, señalando una rama rota en el camino.

—¿Cómo sabías? —preguntó Sophie.

—Porque yo mismo puse trampas así hace años, cuando entrenábamos aquí para interceptar narcotráfico. Y ellos… están usando nuestras antiguas rutas.

La revelación golpeó a Dante como un puño.

—¿Quieres decir que estos tipos son... dominicanos?

Alexis asintió.

—Algunos lo son. Exmilitares. Contratistas del gobierno. Pero no trabajan solos. Hay extranjeros con ellos. Mercenarios. Profesionales. Igual que nosotros.

Mila, que los escuchaba con atención, murmuró:

—Nosotros no somos como ellos. Nosotros no matamos por silencio. Matamos por control.

Dante no respondió. Pero sus ojos, oscuros como la noche misma, lo decían todo: habían sido engañados, manipulados, y ahora debían sobrevivir para vengarse.

Horas después, llegaron al río.

El agua estaba turbia y helada. Las piedras resbalaban, y los disparos aún resonaban a la distancia. Alexis los guió por un sendero oculto entre dos riscos, una garganta natural que canalizaba el agua hacia una cueva semioculta.

—Aquí. Este lugar no está en los mapas —dijo, con orgullo contenido—. Mi abuelo lo usaba para esconder ron durante la dictadura de Trujillo.

Mientras el grupo se refugiaba, Dante tomó posición en la entrada. Necesitaban horas de descanso, pero no podían bajar la guardia.

Chen logró enviar un fragmento del archivo. Solo un 6%.

—No es suficiente para desenmascararlos —dijo.

Dante suspiró.

—Pero es una chispa.

Mila, sentada en silencio, rompió su mutismo:

—Quiero saber quién es el contacto de Batista. El que da las órdenes. Quiero ver su rostro antes de matarlo.

Dante la miró de reojo. Sabía que ella hablaba en serio. Sabía que eso era lo que la impulsaba a seguir, aún con una herida abierta en el brazo y sin garantías de salir viva.

Alexis se acercó, secándose el sudor con una hoja de palma.

—Ese búnker no fue construido por el gobierno. Al menos no en los últimos treinta años. Esa instalación estaba allí desde antes, camuflada. Muchos en el ejército lo sabían… pero nadie hablaba. Y yo creo que lo han usado antes. Para otras cosas.

—¿Qué cosas? —preguntó Sophie.

—Detenciones. Interrogatorios. Pruebas militares con armas extranjeras. Es un agujero negro en la montaña. Y nosotros lo tocamos.

Silencio.

Una pausa que pesaba como plomo.

Entonces, Dante dijo con voz baja:

—Mañana al amanecer cruzamos el valle y buscamos altura. Necesitamos mandar todo el archivo. Y necesitamos ayuda.

—¿Y si no llega? —preguntó Mila.

—Entonces llegaremos nosotros. A la capital. Y haremos que todo el país nos escuche.

Lejos de allí, en una sala secreta en Santo Domingo, Julián Batista observaba una pantalla con la señal de los drones.

—¿No están muertos aún? —preguntó, impaciente.

Un hombre de traje oscuro, sin identificar, respondió:

—No. Pero lo estarán. Antes del amanecer.

Batista entrecerró los ojos. Apretó el puño.

—Que no quede ninguno vivo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.