San Francisco, California, 2015
El club vibraba con la cadencia de la música, el murmullo de voces, el choque de vasos y el tenue humo de cigarros caros. Desde el segundo piso, Alex Kane observaba con la paciencia de un depredador. Vestía un traje negro bien cortado, de aquellos que sugerían discreción y poder.
Abajo, tres hombres se reunían en una mesa apartada. No bebían ni reían. En sus miradas había algo afilado, una tensión invisible que solo los hombres como Alex podían percibir. Había visto este tipo de encuentros antes. Sabía cómo terminaban.
Entonces, uno de ellos metió la mano en su chaqueta. Kane no dudó. Con un solo movimiento, deslizó su pistola del interior del saco y disparó.
El estruendo del disparo quebró la armonía del club. Una explosión breve de luz iluminó su rostro impasible. El hombre cayó de rodillas, una mano sobre la pierna ensangrentada, la otra soltando el arma que nunca tuvo tiempo de disparar.
El caos estalló. Clientes gritando, empujones, mesas volcadas. Los otros dos hombres reaccionaron con rapidez, pero sin dirección. No sabían quién había disparado ni desde dónde.
Kane no les dio tiempo a pensar. Saltó por encima del pasamanos y, en un movimiento fluido, se aferró a una lámpara del techo. La estructura crujió, pero él ya estaba en el aire, descendiendo con la precisión de un hombre que había hecho esto demasiadas veces antes. Cayó sobre una mesa, destrozando vasos y botellas, pero sin perder el equilibrio.
Uno de los criminales giró hacia él, con el rostro crispado por la furia. Kane levantó el arma y disparó de nuevo. La bala encontró carne, y el hombre cayó con un gruñido sordo, sujetándose la pierna.
El último se quedó allí, mirándolo, con los puños cerrados. Sabía que no tenía oportunidad, pero la rabia podía más que la razón.
—Bastardo… —murmuró.
Kane bajó de la mesa, su expresión inmutable. Apenas un gesto, apenas un cambio en su postura. Pero cuando el hombre cargó contra él, Kane ya estaba preparado.
El primer golpe fue un amague, uno de esos movimientos desesperados que un hombre sin experiencia cree letales. Kane lo esquivó con facilidad y, en un solo movimiento, lo sujetó por el cuello de la camisa. El cabezazo fue rápido, preciso. Sintió la resistencia del hueso al impacto, luego la debilidad.
El hombre tambaleó. Kane no esperó. Un gancho seco a la mandíbula. Un golpe bien colocado, con el peso exacto, sin desperdicio de energía. El hombre se elevó unos centímetros del suelo antes de caer pesadamente sobre una mesa, que crujió y se astilló bajo su peso.
Entonces, la puerta del club se abrió de golpe.
Dos policías entraron, armas desenfundadas.
—¡No te muevas! —ordenó uno.
Kane no se alteró. Guardó el arma con calma y los miró con la misma paciencia con la que había observado todo desde el segundo piso.
—Soy el agente Alex Kane —dijo con voz tranquila.
Los policías intercambiaron una mirada. Tres hombres yacían en el suelo, incapaces de levantarse, la sangre formando pequeños charcos sobre el suelo encerado.
Uno de los oficiales bajó su arma, reconociendo el tipo de hombre que tenía enfrente.
—Entiendo. Gracias por su intervención, señor Kane.
Alex asintió con un leve gesto.
—Con su permiso… —murmuró, alejándose de la escena.
Mientras los policías esposaban a los delincuentes, Kane sacó su teléfono. Marcó un número.
Alex sostuvo el teléfono junto a su oído, su mirada fija en los criminales que gemían de dolor en el suelo. Su expresión seguía inalterable, como si la escena ante él no tuviera mayor impacto.
Del otro lado de la línea, una voz grave habló con calma.
—¿Terminaste el trabajo?
Alex exhaló lentamente.
—Sí, el caso está resuelto. El dueño del club está ileso. No hubo heridos, solo los criminales.
Hubo un breve silencio antes de que la voz respondiera.
—Buen trabajo, Alex. Enseguida se lo comunicaré al resto del equipo.
—De acuerdo.
Cortó la llamada sin más. Guardó el teléfono en el bolsillo interior de su saco y echó un último vistazo al club. El bullicio de la música y la vida nocturna había sido reemplazado por el murmullo nervioso de los clientes que aún permanecían dentro. Policías y paramédicos trabajaban en la escena, pero Alex ya no tenía nada más que hacer allí.
Salió del club y se perdió entre las calles de la ciudad.
Su departamento no era lujoso, pero tenía lo que necesitaba: una vista decente de la ciudad, un sofá cómodo y un televisor viejo que aún funcionaba bien. Al entrar, se quitó el saco y lo arrojó sobre una silla antes de dejarse caer en el sillón.
Encendió la televisión, aunque apenas prestó atención a lo que transmitían. Su mente seguía en el club, en los disparos, en la sensación de adrenalina corriendo por sus venas. Sabía que todo pudo haber salido diferente con un solo error, pero esa incertidumbre era parte del trabajo. Y aunque a veces lo cansaba, también le daba un propósito.
Se levantó y se sirvió un refresco en un vaso de vidrio. Lo bebió de un solo trago y luego observó su departamento en silencio. Vacío. Solitario.
A sus 29 años, había visto y hecho más que la mayoría, pero en el amor no había tenido la misma suerte. Relaciones fugaces, otras que no sobrevivieron a su estilo de vida. Era sociable, amable, completamente diferente a la imagen fría y metódica que su trabajo proyectaba. Pero la realidad era que el peligro constante y los secretos pesaban demasiado para cualquiera que intentara estar a su lado.
Aun así, no perdía la esperanza. Sabía que en algún momento llegaría la persona indicada.
Por ahora, se conformaría con disfrutar la noche. Al día siguiente tenía el día libre. Tal vez saldría a caminar, despejarse un poco.
Con ese pensamiento, apagó la televisión y se recostó en el sillón. La ciudad seguía viva allá afuera, pero por esta noche, él podía permitirse descansar.
Editado: 02.03.2025