Oscura Devoción

Capítulo 4

El amanecer se desplegaba sobre Tossa de Mar con una delicadeza casi etérea, el cielo transformándose en un lienzo de tonos suaves que pasaban del rosa pálido al dorado intenso, mientras el sol emergía lentamente por el horizonte como un faro silencioso. Las calles empedradas del pueblo, aún húmedas por el rocío de la noche, reflejaban la luz matinal con destellos que parecían danzar bajo los pies de Clara mientras se dirigía al instituto. Su mochila, colgada de un hombro con un peso que parecía simbolizar las cargas emocionales que llevaba, rebotaba rítmicamente contra su espalda, y cada paso resonaba con un eco que se mezclaba con el murmullo constante del mar a lo lejos. El aire fresco le acariciaba las mejillas con una brisa salada que traía consigo el aroma profundo y terroso de los pinos que bordeaban el camino, un contraste vivo con la tormenta interna que agitaba su corazón. Desde que había recibido el mensaje de disculpa de Adrián la noche anterior —esas palabras, "Vega, lo siento por dejarte tirada hoy", grabadas en su mente como un mantra persistente—, su mundo se había volcado en un torbellino de pensamientos que no encontraba reposo. Había pasado la noche dando vueltas en la cama, las sábanas enredándose en sus piernas mientras miraba las estrellas a través de la ventana, su luz parpadeante reflejando las dudas y la curiosidad que la consumían. ¿Qué significaba ese mensaje? ¿Por qué su pulso se aceleraba cada vez que evocaba su rostro, esos ojos negros que parecían atravesarla?

Al llegar al patio del instituto, el bullicio la envolvió como una ola imparable, un mar de voces que se entrelazaban con el sonido de balones rebotando contra el suelo y las risas que resonaban entre los árboles altos que ofrecían sombras refrescantes. El espacio estaba vivo con la energía de los estudiantes, algunos agrupados en círculos charlando animadamente, otros corriendo con mochilas al hombro o compartiendo risas bajo la luz del sol que comenzaba a calentar las piedras del suelo. Clara buscó instintivamente a sus primos con la mirada, pero sus ojos se detuvieron en Adrián, quien estaba apoyado con una postura despreocupada contra una pared cerca de la entrada principal, rodeado por Javi, Marta y Dani como si fueran satélites orbitando su gravedad. Su presencia era magnética, una fuerza que parecía atraer todas las miradas a su alrededor, un imán invisible que llenaba el aire de una tensión casi tangible. Llevaba una chaqueta de cuero negra, desgastada en los bordes por el uso, que resaltaba sus hombros anchos y le daba un aire de rebeldía contenida; debajo, una camiseta gris ajustada se adhería a su torso esculpido, marcando cada músculo con una precisión que sugería horas de actividad física intensa. Sus jeans oscuros, ligeramente desgarrados en las rodillas, abrazaban sus piernas fuertes, y su cabello oscuro caía sobre su frente en mechones desordenados, como si acabara de salir de una brisa salvaje, dándole un aspecto indomable. Cuando sus ojos negros se encontraron con los de Clara, un destello de algo indefinible cruzó su mirada —una mezcla de interés y desafío—, haciendo que ella apartara la vista rápidamente, sintiendo un calor subirle por el cuello como una marea incontrolable.

La tensión entre ellos era palpable, un hilo invisible que parecía tensarse con cada paso que Clara daba hacia el interior del edificio, como si el aire mismo estuviera cargado de electricidad. Cada movimiento de Adrián, cada giro de su cabeza hacia ella, alimentaba esa corriente silenciosa que los conectaba, un magnetismo que ninguno de los dos podía ignorar. Carla, que estaba cerca de él con su cabello violeta recogido en una coleta alta que dejaba al descubierto su cuello esbelto, notó ese intercambio de miradas con una precisión casi instintiva. Sus ojos verdes se entrecerraron, las pupilas dilatándose con una sombra de celos que oscurecía su rostro, y sus labios se apretaron en una línea dura mientras sus dedos jugueteaban nerviosamente con el borde de su top ajustado, que dejaba ver su cintura torneada. Llevaba una falda corta de cuero que se movía con cada paso, botas altas que resonaban contra el suelo, y un aire desafiante que parecía gritar su posesión sobre Adrián. Sus amigas, Marta con su cabello teñido de rosa y la chica de cabello corto teñido de azul, intercambiaron susurros mientras observaban a Clara, sus miradas cargadas de curiosidad y un toque de hostilidad que flotaba como una nube oscura.

Las clases comenzaron con una lentitud que parecía estirar el tiempo como un elástico a punto de romperse. Clara intentó concentrarse en las explicaciones del profesor, cuya voz monótona llenaba el aula con detalles sobre la historia local, pero su mente se deslizaba constantemente hacia Adrián, quien estaba en la parte trasera con su grupo, su risa grave interrumpiendo ocasionalmente el discurso del docente. Cada vez que sus miradas se cruzaban —un instante fugaz pero cargado de significado—, sentía un nudo en el estómago, una mezcla de atracción que la atraía como una corriente y un miedo que la mantenía en guardia, como si estuviera al borde de un precipicio desconocido. Laia, sentada a su lado con su cabello rizado rojizo cayendo sobre sus hombros como una cascada de fuego, intentó sacarla de su ensimismamiento con sus notas de chistes garabateados en trozos de papel arrugado, acompañadas de dibujos caricaturescos de los profesores con cabezas exageradamente grandes. Su energía habitual, un torrente de palabras y gestos animados, intentaba penetrar la nube de pensamientos que envolvía a Clara, pero esta apenas esbozaba una sonrisa forzada, su atención fragmentada. Pau, desde la fila de atrás, ofrecía explicaciones detalladas sobre las asignaturas, su voz calmada trazando ecuaciones en su cuaderno con una pluma que dejaba manchas de tinta, pero Clara asentía mecánicamente, su mirada perdida en la ventana donde el mar brillaba como un espejo infinito.

Durante el almuerzo, la tensión se hizo más evidente, un peso que se asentaba sobre las mesas del comedor donde el olor a croquetas recién hechas y puré de patatas llenaba el aire con una calidez reconfortante. Clara se sentó con Lucas, Sara, Laia y Pau, la conversación girando en torno a planes para el fin de semana —una posible excursión a las colinas o una tarde en la playa— pero su participación era mínima, su mirada vagando hacia la mesa donde Adrián y su pandilla reían ruidosamente, sus voces cortando el murmullo general. Carla, sentada a su lado, lo observaba con una intensidad posesiva, sus dedos jugueteando con un mechón de cabello mientras lanzaba miradas ocasionales hacia Clara, cada una más afilada que la anterior. La rivalidad era un murmullo constante, un zumbido que parecía crecer con cada segundo, amplificado por las risas de Javi y los comentarios sarcásticos de Marta. Clara intentó ignorarlo, pero la sensación de ser observada la hacía consciente de cada movimiento, cada bocado que tomaba.




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