Omake

Leer era algo que le encantaba, especialmente desde que Hades lo volvía loco delirando una y otra vez de que estaba cerca, que el bien estaba más cerca de lo que ellos creían y que él tendría que hacer el mayor sacrificio para recuperar aquello que querían.

¡Ya lo sabía!

Sabía que Andrómeda debía ser sacrificada, estaba preparado para ello.

Lo haría.

¡Claro que lo haría!

Y después de eso, le dedicaría todo el tiempo del mundo a su princesa, a la luz de sus ojos, a esos ojos que, iguales a los suyos, lo enamoraron desde el primer momento, aun cuando le habían dado un susto de muerte. Ella y su hermano lo eran todo para él.

Todo y más.

Consciente de que no leería nada porque su mente ya estaba divagando, dejo el libro a un lado y se dirigió hacia las escaleras. El timbre de casa sonó y extrañado, fue a abrir cuando vio la exuberante cabeza roja de su esposa correr hacia la puerta con un plato en mano de galletas de coco, a ella le encantaban y a él le gustaba verla feliz.

Esa pelirroja desbocada se había colado en su corazón y lo había hecho cambiar sin él pedírselo y aunque estuvo enojado por un tiempo, ahora la adoraba y deseaba hacerla feliz. Sumamente feliz.

El estruendo del plato al caer al suelo y romperse llamo su atención. Algo le paso a ella. Corrió hacia la puerta para encontrársela parada, estática, viendo a su hijo frente a ella y al lado de él…

Jadeo con fuerza.

En ese momento deseaba arrancar cada uno de los cabellos de su cabeza.

¡Aquello no podía ser cierto!

¡No! ¡No ella!

No daba crédito cuando observaba a su hija, a la luz de sus ojos, parada frente a él con el cabello de color blanco y los ojos del mismo color.

Aquello era lo más terrible que le podía pasar. No a ella, no a su princesa.

-Papá –Sus ojos, ahora blancos, lo miraban con lágrimas contenidas y sin pensarlo se lanzó hacia ella y la envolvió en sus brazos. Todavía era su hija, todavía era su princesa, era su Anahia y mientras llegaba el tiempo de sacrificarla, disfrutaría de ella.