Oso Canela

LA NIÑA ELEGIDA

 

 

CAPÍTULO 2

 

 

LA NIÑA ELEGIDA

 

 

 

© Julia Seagrin, la adorable anciana benefactora del orfanato, pasaba del pórtico al salón principal, acompañada por el señor Gustavo Bergman, un hombre refinado y cuya edad era de treinta y cuatro años, delgado, con un cabello algo ondulado, y tenía un aspecto moderadamente agraciado; y junto a él, iba su bella esposa, que era mucho más joven que él y se llamaba Anna.

Detrás de ellos, le seguían de cerca: Matilda Berg, Selma Brander, y las institutrices Sofía Lundberg y Elsa Lindgren, las apegadas ayudantes de la benefactora.

—¡Es maravilloso! —exclamó la joven y elegante señora Bergman con una sonrisa de oreja a oreja, que iba ya por delante de todos, admirando la arquitectura interior del salón principal; aquel lugar le había parecido espléndido y bellamente decorado. Entonces se volvió a la señora Seagrin para preguntar—: ¿Siempre ha vivido aquí?

—No ha sido por siempre; pero casi toda una vida sí —respondió la anciana con cordialidad, a lo cual añadió—: Hace muchos años, un poco después de casarme, mi esposo y yo visitamos este lugar y a ambos nos encantó, así que insistimos en comprar esta mansión de verano que perteneció a una viuda y solitaria Condesa.

—Entonces fue muy afortunada que le cediera este lugar tan encantador.

—Y apropiado para una estancia agradable en verano —agregó el señor Bergman tras las palabras de su mujer, un hecho inusitado, pues era un hombre de pocas palabras en ocasiones como éstas, cuando no se trataba de sus propios negocios del cual mucho tenía de que hablar.

—También tiene una hermosa vista al bosque y al lago —dijo admirada la joven señora Bergman al ver al exterior a través de un elegante ventanal. Luego volvió la vista y preguntó—: Señora Seagrin, disculpe mi curiosidad, pero ¿cómo fue que se interesó en convertir este lugar en un orfanato?

—Cariño, no me parece una pregunta conveniente, creo que es muy personal para ella —le dijo el señor Bergman, algo apenado por la imprudencia de su mujer.

—No se inquiete por eso, señor Bergman. Me agrada contar algunas cosas de mi vida... Todo empezó el día en que enviudé..., muchos años después de un dichoso matrimonio; fue tanta mi soledad que decidí socorrer a niñas huérfanas; este lugar era demasiado para mí sola. Poco después, realicé mi deseo..., di acogida a muchas niñas y pude ayudarlas a conseguirles buenos padres. Y mire aquí, el tiempo ha pasado y he llegado a mí vejez, y aún sigo con niñas huérfanas; cuento con el apoyo de todas estas mujeres que me ayudan a criarlas —mencionó Julia Seagrin, con esa amabilidad que siempre la caracterizaba.

—Seguramente usted es una gran benefactora que ha cuidado muy bien de las niñas; estoy admirada por tal bondad. Será un honor adoptar a una de ellas —dijo la señora Bergman, al tomar de la mano a su esposo con radiante sonrisa.

—Puede estar segura de que cuidaremos muy bien de ella. Será como nuestra hija que lleva nuestra sangre. Tendrá todas las comodidades y la mejor educación —dijo el señor Bergman, esforzando una ligera sonrisa en sus labios.

—No dudo de que serán unos padres excelentes para la niña afortunada. En verdad me complace mucho que tengan ese interés por una de ellas —dijo Julia Seagrin.

—Hemos venido de muy lejos, que en todo el camino he estado ansiosa por conocerlas —dijo la señora Bergman al mirar en cada rincón del gran salón, por si veía venir algunas de las niñas en alguna parte, pero no vio a ninguna de ellas.

Julia Seagrin percibió ese deseo de aquella mujer, de conocer inmediatamente a las niñas. Así que miró a su única sobrina que tenía en la vida y que era la encargada de todo asunto relacionado al orfanato.

—Por favor, Matilda, que traigan a las niñas —le solicitó la Benefactora.

—Claro que sí. Estarán presentes en un momento —dijo la mujer con una forzada sonrisa, y se dispuso a ir por ellas. Pero cuando Matilda ya estaba al pie de las amplias escaleras de la sala principal… las niñas aparecieron a la vista de todos, y caminaban en fila desde el balcón interior del pasillo principal.

—¿Son ellas? —dijo la visitante con resplandeciente sonrisa al verlas bajar.

—Sí, son mis adorables niñas. Me alegro que ya estén aquí —respondió la Benefactora.

—¡Se ven tan hermosas con esos uniformes tan coloridos! —expresó con emoción la joven señora Bergman, que las contemplaba con esos bellos ojos verdes que daban brillo a su bello rostro—. Se ven encantadoras todas ellas, creo que me será difícil escoger.

—Tendrán todo el trascurso del día para conocerlas mejor, y sin duda podrán elegir a una sin ningún problema —expresó la Benefactora.

Entonces las niñas bajaron despacio de forma ordenada y en pares; cada una de ellas agarrándose a la barandilla de las amplias escaleras, y con la otra mano, estrechando la mano de su compañera más pequeña a su lado.

Helena iba por delante de ellas, bajando con dificultad debido a su sobrepeso, sin dejar de apoyarse de la barandilla. Entonces ella, al pisar el último escaño, respiró hondo para recuperar su dificultoso aliento, y procedió a dar unos cuantos pasos, y se presentó así misma ante la esperada visita, a la vez de que se disculpó por el inconveniente retraso de que las niñas no fueran presentadas apropiadamente.

—Lo importante es que ya están aquí, y que mi esposo y yo tenemos la dicha de conocerlas en todo este hermoso día —dijo la señora Bergman, que suspiró al ver a todas aquellas huérfanas que coordinadamente se ponían en fila delante de ella.

Las niñas ya estaban ordenadas en una sola línea, desde la más pequeña de tres años, hasta la mayor de diez años, y casi todas sonreían educadamente.

Helena los animó a saludar. Y todas saludaron a coro las palabras apropiadas de saludo de bienvenida.




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