Otra Oportunidad

Otra Oportunidad

Dafne nació una fresca mañana de primavera. ¿Quién le hubiera podido decir todo lo que la vida le depararía? Era menuda y sus enormes ojos azul turquesa parecían no tener espacio suficiente en aquella carita risueña. Eran iguales que los de su madre, Noiva. Esta era escritora, aunque aún no había conseguido que sus libros le reportaran grandes beneficios. De todos modos, el matrimonio llevaba una vida bastante cómoda, gracias al buen sueldo de Roldán, que era médico. Vivían en una casita en la ciudad, frente al mar, con un enorme jardín donde Dafne podría dar sus primeros pasos y jugar apaciblemente. Creció allí, cuidada y educada pacientemente por su madre en mayor medida, puesto que su trabajo le permitía criarla. Los primeros tres años fueron muy felices, Dafne dejó de ser ese bebé pequeñito para convertirse en una niña de pelo castaño y un poco regordeta. Era muy alegre, y su llegada aumentó mil veces más la felicidad del matrimonio. Pero sin duda el momento más esperado era la llegada de su padre a la noche, cuando por fin se reunía toda la familia. Le encantaba que él la aupara con sus enormes y protectoras manos. Además, tenía un olor especial y una sonrisa preciosa y sincera. Era él quien se encargaba de bañarla a la noche y de darle el biberón antes de que Noiva la acostara y le cantara con su dulce voz preciosas nanas hasta que Dafne se dormía. Escribía relatos cortos y poemas ya que ahora, tras el nacimiento de la pequeña no se veía con ganas de hacer nada más largo. Su marido leía siempre los borradores y le daba consejos. En más de una ocasión le sirvieron para salir de esos “socavones de escritor”, como ella los llamaba. En varias ocasiones pensó en escribir sus memorias, pero siempre se decía a sí misma que aún era joven para hacerlo, aun habiendo vivido la cruel vida que había tenido hasta encontrar a Roldán. Este, en cambio, dedicaba gran parte del día en el hospital, pues era jefe del departamento de neurología y también cirujano de vez en cuando. Llevaba un tiempo trabajando en un proyecto contra los problemas neuronales, alzhéimer, embolias y todo tipo de enfermedades cerebrales, y sus camaradas estaban asombrados con sus avances.

Y mientras la investigación era llevada a cabo, Noiva comenzó a escribir una novela que avanzaba a gran velocidad. También su hija empezó a dar muestras de su rápido progreso, y a los nueve meses dijo su primera palabra, “mamá”. Desde ese momento, la niña no dejó de aprender palabras nuevas y toda la gente se sorprendía del amplio vocabulario que tenía. Poco después de empezar a hablar, consiguió dar sus primeros pasos sin la ayuda de sus padres. Sus risas llenaban toda la casa y desde que había comenzado a andar y hablar la casa se llenó de una vida inmensa e incomparable. La verdad es que era una niña activa que pasaba todo el día jugando y divirtiéndose. No paraba quieta ni un instante y Noiva acababa exhausta cada día. Tanto tiempo tenía que pasar correteando detrás de Dafne que apenas le quedaba tiempo para escribir, pero eso no importaba, pues lo que ella siempre había querido era ver crecer a sus hijos y hacerse cargo de su educación hasta que empezaran el colegio. Así pasaron los tres primeros años de su vida, y poco cambió su rutina después al empezar el colegio. Todas las profesoras estaban encantadas con ella, era una niña alegre y de muy buenos modales, respetuosa con los demás niños y siempre dispuesta a colaborar. Además, era muy inteligente, lo cual se demostraba en su manera de expresarse y contestar a las educadoras. A los cuatro años empezó a leer, y fue la primera de su curso en aprender a escribir. De hecho, hacía años que las maestras no veían a una niña aprender tan rápido. Tenía una caligrafía muy cuidada para su edad, con letra redonda y proporcionada. Así pasaron los primeros cursos de infantil, con unas calificaciones y observaciones brillantes por parte del claustro educativo, y esto hacía que Noiva y Roldán se sintieran cada día más orgullosos de su pequeña Dafne. La familia pasaba los veranos en el pueblo donde vivían los padres de Noiva, y Dafne se lo pasaba en grande jugando con los pollos y los gatos, sobre todo con estos últimos. No había día que no llegara manchada de barro por completo y con las uñas negras. Eso le encantaba a Dafne, que siempre le decía a su madre que se pintaría las uñas de negro cuando fuera mayor. La pequeña se llevaba de maravilla con sus abuelos, Joel y Margaret, y le encantaba ir de paseo subida en los hombros de su abuelo, que le enseñaba todo el pueblo y le decía los nombres de los árboles y flores que veían por el camino. A decir verdad, era la niña quien los preguntaba, pues era muy curiosa y sentía una gran admiración por aquellos enormes seres de cuerpo marrón y cabeza verde. “Dentro de unos años, cuando me haga mayor y los árboles crezcan, podré trepar por ellos y subir al cielo”, solía decirle a su abuelo; tenía una gran imaginación. Allí fue donde aprendió a andar en bicicleta, y a menudo iba con su madre a recoger moras para que su abuela le preparara esa riquísima mermelada que tanto le gustaba. El único problema era que el pueblo tenía pocos habitantes, unos cincuenta, y Dafne no hizo ningún amigo, porque los pocos niños que había vivían lejos, aunque sí se lo pasaba en grande con su familia, sobre todo cuando venían sus primos a pasar allí quince días. Eran un poco mayores que ella y vivían en otro país, porque su tío había encontrado un gran trabajo en el extranjero, pero les encantaba jugar al escondite o al veo-veo. Todo era genial, y Dafne estaba a punto de hacer la comunión ya. La verdad es que, inusualmente, le encantaba hablar de Dios, teología y fuerzas sobrenaturales; y cada noche, rezaba por tener pronto un hermanito con quien jugar. Llegó aquel maravilloso día, tan esperado por Dafne, pues ansiaba vestirse con ese precioso vestido blanco de princesa, como ella decía. Habían pasado ya nueve años desde aquel 23 de enero en el que Dafne llegó a este mundo, y podría decirse que era el último de su vida, pues a partir de entonces se limitaría sólo a sobrevivir. No, nunca podría olvidar aquel fatídico día de invierno. Había celebrado su comunión con mucho entusiasmo y alegría. Vestida de princesa, como ella decía, aunque más bien parecía una pequeña novia. –Mírame, mamá, parezco una princesa –decía la pequeña mientras giraba sobre sí misma alzando el vuelo de su vestido blanco. –Sí, cariño, estás muy guapa –sonreía su madre. –¿Y yo entonces qué soy, tu caballero? –le preguntó su padre mientras la cogía en sus brazos y la hacía girar en el aire. –Noooo, papá, tú eres el rey y mamá la reina. –Por supuesto, cómo no me he dado cuenta, mi princesita –los tres rieron. Su suave piel morena resaltaba con la tela blanca del vestido, y hacía que estuviera más guapa aún. Sus padres siempre la habían mimado y dado todo el cariño que una hija podría esperar. Eran muy cariñosos y respetuosos, incluso admirados por sus amigos y familiares, a la vez que grandes trabajadores. De hecho, desde pequeña Dafne dudaba entre si ser escritora como su madre o médico como su padre.




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