Una por una, Menbeng iba podando las hojas secas de la yuca, negras como su piel y podridas como su alma. Hojas que en su día tuvieron vida y alimentaron a la planta madre, siendo parte fundamental para su crecimiento, ahora se habían convertido en un estorbo para el desarrollo del conjunto. Era muy fácil reconocer cuáles eran las que había que cortar porque despuntaban entre el resto, acorde en color, textura y función de la plantación entera. Agarró una hoja con la mano y la miró como quien se mira a un espejo.
Pese a ser una joven de veintiséis años, sus dolores lumbares estaban acabando con ella. Tantas horas encorvada bajo la lluvia torrencial o el sol tropical trabajando la tierra se hacían insoportables para una mujer de letras. Su extrema delgadez y su falta de musculatura tampoco la ayudaban a desarrollar las tareas en el campo.
—Tienes que quitar también las hojas muertas de aquella zona —le ordenó Obon en fang1.
—¿Que pode aquello dices? —respondió en fang intercalando «pode» en castellano. Obon puso cara de no haber entendido, por lo que Menbeng añadió—: La palabra correcta para esa acción es podar.
—Ateransam2! ¡Ya estamos! Hace tiempo que ya no eres profesora. —Menbeng se quedó callada y ella continuó—: Hay que pudar aquella zona. ¿Mejor, señorita Menbeng? —Movió la cabeza hacia los lados mientras pestañeaba repetidas veces simulando una persona quisquillosa.
Menbeng le sonrió a su amiga y no dijo nada. Levantó la vista. Delante de ella se extendía un minifundio rectangular, ordenado y simétrico, con unos canales que reconducían el agua para que no se inundase en la época húmeda y para ser regado por el afluente del río Laña en la época seca. Un sistema de regadío y canalización inusual en la zona. Pensó que algo así solo se le pudo ocurrir a alguien como Engonga, la persona más inteligente y bondadosa que jamás había conocido, y que creía que jamás volvería a ver. Después, todo era selva abrupta, higueras de caucho que extendían sus raíces desde sus ramas hasta el suelo, ceibas gigantes, okumes, enredaderas, helechos y palmeras. Un suntuoso arcoíris vegetal en el que ella solo veía una fortificación natural.
Después de unas horas trabajando, pararon para almorzar. Menbeng se sentó con Obon, un nigeriano y un gabonés que, pese a la intimidación del Gobierno a los nativos, habían permanecido en Guinea Ecuatorial después de instaurarse el régimen de Macías. Los cuatro trabajadores ecuatoguineanos se sentaron en otro banco. Menbeng fue donde sus paisanos y le pidió agua a Biwolo, el hermano del representante del Gobierno en el pueblo.
—¡Pásame el agua, Biwolo!
—¡No me queda casi, que te la pasen tus amigos extranjeros, que te interesan mucho!
Su amigo soltó una risa estúpida sacando a relucir sus únicos tres dientes.
—Seguro que ellos me la darían porque saben lo que significa la generosidad, no como tú.
—¡Ten cuidado con lo que dices si no quieres acabar mal, jovencita!
Biwolo y sus compañeros la miraron con cara desafiante. Menbeng se quedó callada y fue hasta el canal para beber agua. La sangre le ardía por las venas, pero la frustración la dominaba y sabía que no podía decirle nada al hermano de Sima. «Maldito orangután sin cerebro», pensó.
Terminó el descanso y siguieron trabajando. La mala hierba crecía por todos lados, había que tener mucho cuidado porque el clima favorecía su propagación y, si no le prestaban atención, se comería la plantación entera. Menbeng se sumergió en sus pensamientos durante horas sin hablar con nadie. «¿Cómo puede haber gente tan absorbida por la estúpida doctrina que promulga nuestro presidente?».
Obon la notó ida y le preguntó:
—¿Qué te pasa?
—Me enfada que haya tanta gente absorbida por las sandeces de nuestro querido Macías Nguema.
—No sé qué es sandeces, pero deberías tener más cuidado con tu boca grande si no quieres acabar en la cárcel.
El sol permanecía encima de los montes. Menbeng lo miraba a cada instante y parecía no moverse. Hasta que la estrella solar no se ponía, ellas no terminaban de trabajar. Observó a Obon obrando como una mula, hecha para el campo; sin embargo, ella llevaba tres años en la plantación y no lograba acostumbrarse, siempre terminaba agotada y con los riñones hechos trizas. Por mucho que intentara convencerse, sabía que jamás sería capaz de hacerse y olvidar su vocación. En el fondo, solo deseaba marcharse, pero no lo veía posible. Odiaba el trabajo en el campo, pero debía de estar agradecida porque, cuando llegaron los militares al pueblo, cerraron la escuela a golpe de fusil.
Todos los libros fueron prohibidos, excepto Formación política anticolonialista, editado por el mismo Macías, en el que se ensalzaba su figura como libertador de Guinea Ecuatorial de una forma heroica cercana a lo divino mientras demonizaba la figura de los españoles y promovía un africanismo radical. El libro solo había llegado a Evinayong, que era el pueblo más grande de la zona, y los pocos ejemplares que habían recibido se habían repartido en el único colegio que se mantenía en funcionamiento. Lo más seguro era que no llegara nunca y, aunque lo hiciera, ella no se veía capaz de impartir semejante enseñanza. Así que tuvo que aceptar como un regalo el que la admitieran en la miniplantación. Añoraba su antigua vida de profesora, y el pensar que no volvería jamás la entristecía.
Era mil novecientos setenta y seis, el régimen llevaba siete años aniquilándolo todo.
Por fin, el sol se metió entre las montañas y, con ello, dieron por finalizada la jornada. Obon se quedó un poco más para rendir cuentas con su madre, que era la dueña de la finca en ese momento. Menbeng la esperó tirada en los bancos de descanso hasta que llegó.
—¿Vamos a tomar un vaso en el bar? —dijo Obon con energía.
—¿A eso le llamas bar?
—No empecemos, doña perfecta. ¡Vamos a beber algo!