Su abuela Elé miró la herida que le estaban haciendo las larvas de mosca a Armengol en el omoplato. Cogió un ascua del fuego con dos ramas, la avivó soplando y le quemó la zona mientras Menbeng le agarraba los brazos. Después, se hizo con el antílope que les había traído su padre y lo miró de arriba abajo con escepticismo, comprobando que no estuviera podrido.
Menbeng recogió los platos y fue a lavarlos al cubo de agua. Su abuela le preguntó si la acompañaba a por leña, pero le contestó que no porque quería ir a leer. Su abuela siguió insistiendo, y ella aceptó a regañadientes, impulsada por su sentimiento del deber.
Ambas se fueron con el cesto en la mano por el camino que iba dirección a Midyobo. La lluvia era suave y el sol se veía a lo lejos. Menbeng se quedó mirando la flaqueza y fortaleza paradójica de su abuela, parecida a la de los esclavos, con ese instinto de supervivencia sobrehumano. De camino, vieron a una prima de Menbeng de diecisiete años con el popó9 roto y un niño en brazos. Su mirada era seca y decidida.
—¡Ambolano10! —dijo la prima.
—¡Ambolo, Eyala! ¿Qué tal tu niño? —preguntó la abuela.
—Muy bien. ¡Mira qué gordito está!
Ambas lo miraron. Menbeng esbozó una leve sonrisa, y la abuela le hizo carantoñas.
—Dile a tu mamá que ayer cogí muchas bananas y que luego le llevaré a casa.
—Umum.
—Nos vamos a por madera. ¡Dale recuerdos a tu familia!
Menbeng y su abuela siguieron su camino. Por unos minutos, ninguna dijo nada, hasta que la abuela rompió el silencio.
—¿Cuándo piensas juntarte con un hombre y tener hijos?
—¿Qué? —Menbeng la miró extrañada—. ¿Para qué? ¿Para que enseguida se marche con otra y me deje con los niños a mí sola?
—En esta vida hay que tener hijos y ser mujer trabajadora. —La abuela se agachó, cogió un tronco y lo metió en su cesto.
—¿Acaso no trabajo yo en la maldita finca para traer dinero a casa? Eso deberías decírselo a Armengol, que está todo el día tirado sin hacer nada —contestó Menbeng con enfado.
—¡Ven, vamos por este camino! Los hombres son diferentes, nosotras tenemos que atenderlos y ellos nos dan hijos.
—Pues si eso es lo único que nos pueden dar, prefiero que no me den nada. Yo estoy muy bien sola. Si el día de mañana estoy con un hombre, será porque me quiere de verdad, no porque quiera que lo mantenga. ¡Para eso, que se quede con su mamá!
Elé esbozó una sonrisa y luego añadió:
—¡No seas cabezona! Eso son tonterías, tú tienes que cuidar a los hijos… y trabajar en la casa para que no falte de nada. Esa es nuestra función. Eres muy rebelde, como sigas así, nadie pagará una dote por ti —afirmó la abuela con contundencia, y añadió con un tono más suave—: Ondó Mayie te iría muy bien como marido.
—¿Ondó Mayie? ¡Es un niñato! Yo no quiero trabajar solo en casa, quiero trabajar de maestra —dijo con mala cara.
—La niña eres tú, que no quieres madurar. Olvídate de trabajar de maestra, la escuela no va a volver a abrirse, está prohibida. Ya eres muy mayor, deberías darle hijos a la tribu. Cuanto mayor seas, más complicado será que un buen hombre quiera casarse contigo y pagar una dote. ¡Así es la vida! —dijo la abuela a la vez que le pegaba un machetazo a una rama.
—¿La vida? ¡Será tu vida, no la mía! ¡Qué me vas a decir tú sobre hombres! Ya veo lo bien que te ha ido a ti.
Elé bajó el machete y la miró a la cara con enfado.
—Si yo no hubiese estado con tu abuelo, ahora tú no estarías aquí. ¡Haz lo que quieras! Esos pensamientos tuyos te harán desgraciada y solitaria. Y de eso sí que puedo hablarte. Cuanto antes aceptes nuestra tradición, antes podrás ser feliz.
—Quizá me toque aceparlo, pero nunca seré feliz así.
Cogieron una papaya y se detuvieron a comérsela; luego, reanudaron el viaje. Se acordó de Engonga, el único hombre con el que se imaginaba una vida feliz a pesar de la diferencia de edad. Se enfadó consigo misma por vivir anclada a un hombre del pasado, que tal vez ya estuviese muerto. Además, él nunca mostró el mínimo interés por ella. A fin de cuentas, no era más que una flacucha arrogante que no le gustaba a los hombres. Un picatartes de cabeza roja se posó en uno de los árboles a su paso. Era un bonito pájaro de plumaje blanco en el pecho, morado en la espalda y granate en la cabeza. Según la creencia fang, si un picatartes de cabeza roja se cruzaba en tu camino, era señal de buena suerte. La belleza del pájaro y su leyenda le subieron el ánimo.
—Se está haciendo de noche, mejor será que nos demos prisa… ¡Que el bosque es muy peligroso! El otro día encontraron al ñu de mamá Adaha muerto con unas heridas raras en el cuello. Dicen que ha podido ser el espíritu del bosque.
Menbeng miró a su abuela con incredulidad y siguió hasta casa sin desviar la mirada del encharcado suelo para no tropezar.
Se despertó con las gotas de agua que caían sobre su cuerpo. Era su día libre, así que intentó seguir durmiendo, pero el viento y la lluvia se lo impidieron. Pensó en aprovechar la luz del día para ir a casa de Engonga a leer, pero, al salir, se encontró en la puerta a su padre. Estaba sobrio y con ganas de comenzar a construir la chabola. Menbeng se sorprendió ante su actitud, pero le dijo que no quería emplear su día libre en aquello. Su padre le insistió en exceso y ella no encontró excusa con la que zafarse.
Fueron al lugar donde su padre había pensado construir la casa. Menbeng se abstrajo y proyectó su vida en un futuro, yendo de esa casa al trabajo y del trabajo a casa; una sensación de ahogo le hizo volver a la realidad. Su padre le explicó cómo quería hacerla y lo que le había costado conseguir el permiso para construirla.
Tuvieron que ir hasta la otra punta del pueblo a por los tablones que formarían los cimientos. Cuando llegaron, el maderero les dijo que no tenía todas las maderas que le había encargado porque había tardado mucho en ir a recogerlas. Llevaron a mano los pocos tablones que les dieron. Una vez allí, se dieron cuenta de que no tenían azada para cavar los fosos. Seguían mojándose. Menbeng le reprochó su falta de preparación y discutieron.