Tadeo Torres – Dos semanas antes de la llegada de la brigada médica
El calor en Tegucigalpa no era nada comparado al calor de una negociación tensa. La fábrica abandonada donde se reunían olía a pólvora vieja y sudor agrio. Tadeo encendió un cigarro, no porque lo necesitara, sino porque sabía que el humo tenía un efecto: ponía nervioso al que tenía enfrente.
—¿Y cómo sé que este cargamento llegará sin problemas? —preguntó un hombre fornido, con acento costeño y un rosario de oro tan grueso como su cuello.
—Porque yo soy el que lo está trayendo —dijo Tadeo, sin alterar el tono.
Detrás de él, dos hombres en silencio, armados y atentos. Su presencia bastaba para confirmar que no estaban jugando.
—Te llamás Torres, ¿no? Como los del norte. Dicen que te hiciste un nombre rápido allá, que sos un tipo con sangre fría... pero la sangre fría no sirve de nada si te mata la policía antes de llegar al puente —replicó el otro.
Tadeo sonrió, esa sonrisa torcida que aprendió a usar cuando algo dentro de él quería gritar.
—Los puentes ya están pagados. Y los policías también. Lo único que no puedo garantizar... —hizo una pausa, aplastando el cigarro con la bota— ...es tu vida si seguís dudando de mí.
El silencio fue pesado. Y luego, como un trueno lejano, el trato se cerró con un apretón de manos sucio y sudoroso.
Antes de irse, uno de sus hombres le susurró:
—Tenemos un contacto que se infiltrará en una brigada médica que llegará al interior. Dicen que habrá doctores nuevos. Uno de ellos podría ayudarnos a pasar mercancía sin levantar sospechas.
Tadeo frunció el ceño.
—No quiero doctores. No quiero civiles. No quiero inocentes en esto.
—No todos son tan inocentes como parecen, patrón.
Cora Castillo – Honduras, una semana después
El calor hondureño golpea como una bofetada húmeda. Cora baja del bus junto a Paula, ambas con mochilas pesadas, batas dobladas, y esa mezcla de emoción y miedo que no se puede disimular.
—Bienvenidas a El Paraíso —dice un médico local que las espera—. Desde hoy forman parte de la Brigada Médica Internacional. Espero que estén listas. Aquí los días son largos, pero los ojos que curamos valen la pena.
Caminaron entre niños con ojos llenos de hambre y esperanza. Mujeres embarazadas. Ancianos que no sabían leer, pero que aún podían contar cada dolor en sus huesos.
Cora se sintió viva. Útil. Hasta que vio una camioneta negra estacionada al otro lado de la plaza. Una figura bajó. Alto. Camisa negra. Mirada que podría perforar el concreto. No sabía quién era. Pero algo en su instinto gritó.
Él no la vio. Aún.
Pero el eco de sus destinos ya resonaba como una campana rota en medio de la selva.