Paciente 314

Capítulo 7: El castillo agrietado

Tadeo Torres encendió un cigarro con el encendedor dorado que había heredado de su padre. Lo miró por un instante antes de guardarlo. Estaba sentado en el asiento trasero de una camioneta blindada, estacionada frente a un restaurante viejo en las afueras de Tegucigalpa. Las paredes del lugar tenían más impactos de bala que capas de pintura, pero era territorio neutral... o al menos eso le habían asegurado.

Tadeo nunca olvidó esa noche en Ciudad de México. Una fiesta en la terraza de un edificio lujoso, música demasiado alta, luces de neón cruzando el humo de cigarrillos y conversaciones superficiales. Fue ahí donde conoció a Cameron Castillo. No por negocios. No por necesidad. Solo coincidencia.

—Ese trago que pediste es una estupidez —le dijo Tadeo sin rodeos, observando el vaso de ginebra con pepino.

Cameron se rió sin ofenderse.
—¿Y tú qué tomas? ¿Fuego?

—Aguardiente, como se debe.

Brindaron. Hablaron de cualquier cosa menos de lo importante. De fútbol, de mujeres, de música. Luego, de infraestructura, caminos, contratos públicos. Tadeo no mencionó su apellido ni el pasado violento de su padre. Cameron no mencionó a su hermana doctora ni que había rechazado un trabajo con el gobierno por principios. Pero se gustaron como se gustan los hombres que reconocen la sombra en el otro.

El tiempo pasó, y cuando Tadeo necesitó un plan de ruta seguro para su operación en Honduras, supo exactamente a quién llamar.

Ahora, cinco años después, estaban frente a frente en una camioneta blindada, con una ciudad entera respirando a plomo y sospecha.

—Tarde, ingeniero —dijo Tadeo, encendiendo su cigarro con el encendedor dorado de su padre. El mismo que usó la noche en que brindaron por una vida que ninguno iba a tener.

Cameron, vestido con camisa clara y botas polvorientas, no sonrió.

—Y tú jugando con planos que no entiendes. Estás cavando tu propia tumba, Tadeo.

El Polaco, siempre al acecho, apretó los nudillos.

—Tranquilo —dijo Tadeo, sin despegar los ojos de Cameron—. Si estoy en una tumba, fue él quien me dio la pala. No lo olvides.

Cameron le lanzó una carpeta con fotos. Drones. Agentes. Dos trabajadores del proyecto estaban desaparecidos. Gente que no tenía nada que ver con el cartel, ni con el tráfico. Gente inocente.

—Las cosas se están pudriendo, Torres. Dijiste que era un proyecto limpio. Yo no meto a civiles en esto.

Tadeo apagó el cigarro contra el apoyabrazos de cuero. Sintió, por un segundo, el vértigo de todo lo que estaba cayendo.

—¿Y ahora tienes conciencia, Cameron? Qué curioso. Pensé que la habías dejado en la universidad.

—Yo también pensé que tú no ibas a ser tu padre.

Silencio. Uno espeso. De esos que anuncian tormentas.

Tadeo se giró para mirar por la ventana. Afuera, el restaurante abandonado parecía inclinarse con el viento caliente.
Su pecho dolía. No por las amenazas, ni por la presión del cartel. Dolía porque todo se le escapaba. El control, la lealtad, el miedo que había construido con tanto cuidado. Ahora, ni los suyos lo obedecían.

—¿Y tu hermana? —preguntó de pronto, con tono bajo—. ¿Sabe que estás jugando a doble cara?

—No la metas en esto —gruñó Cameron, fulminándolo con la mirada.

Tadeo lo miró largo rato. No como enemigo. Como espejo.

—Una vez me dijiste que los castillos bien construidos no caen. Pero el nuestro, Cameron, ya está lleno de grietas.

Cameron abrió la puerta del auto.
—Ese castillo fue construido sobre cadáveres, Tadeo. Y tarde o temprano, todo lo que se construye así... termina cayendo.

Y se fue.

Tadeo se quedó solo, con el humo del cigarro disipándose como sus alianzas.
Y en su cabeza, la voz de su padre: "Los Torres somos fuertes, hijo. Sin nosotros, el castillo se cae."

Pero tal vez el castillo ya estaba cayendo.
Y él era quien lo estaba empujando.




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