Cora Castillo
El avión está a punto de aterrizar. Siento el estómago revuelto, pero no sé si es por la altura o por la emoción. Desde niña soñaba con regresar a Honduras, aunque nunca imaginé que lo haría con una bata blanca en vez de una mochila escolar.
Paula duerme con la cabeza recostada en la ventana. Se ve en paz, pero su ceño fruncido la delata. Desde hace días está rara. Evita a Cameron, no me cuenta nada. Pero sé que algo la carcome. La conozco demasiado.
Mientras descendemos, veo por la ventana los tejados oxidados, los cerros pelones, las casas como heridas abiertas entre la maleza. Honduras me recibe sin máscaras: cruda, viva, sucia y hermosa.
—Bienvenida a casa —me digo en voz baja.
Y aunque es la primera vez que piso esta tierra, algo en mi pecho se siente como un eco antiguo. Como si mi historia estuviera a punto de encontrarse con algo... o alguien.
Paula Prado
El hotel donde nos alojaron es modesto, pero cómodo. Cora fue a llamar a sus padres desde el lobby. Yo aproveché para ducharme, pero el agua no logró quitarme la tensión que arrastro desde México.
Vi a Tadeo anoche. Lo vi salir de una camioneta blindada con una expresión que no había visto antes en nadie. Ni siquiera en los pacientes terminales. Era como si llevara la muerte colgando del cuello.
Y Cameron... él estaba ahí también. Días antes lo vi en una videollamada, hablando de planos, presupuestos y "proyectos nuevos en Centroamérica". Nunca dijo con quién. Pero ahora lo sé.
Sé que están en algo turbio.
Y sé que Cora no sabe nada.
La culpa me pesa como plomo en el pecho. ¿Se lo digo? ¿Le arranco esa inocencia que todavía le queda?
No.
Todavía no.
Tadeo Torres
La reunión fue un desastre. El contacto se esfumó. Cameron apareció, sí, pero su silencio fue más ruidoso que una amenaza.
Estoy en un cuarto en las afueras de San Pedro, rodeado de paredes desnudas y una mesa con planos manchados de sangre seca. Uno de mis hombres no aguantó la tortura. Lo entregaron. Y yo lo dejé morir por miedo a que hablara.
Esto se está saliendo de control.
—¿Seguro que Castillo no nos está vendiendo? —pregunta Ramiro, uno de mis socios.
—Nadie traiciona a los Torres y vive para contarlo —respondo, pero ni yo me creo esa frase esta vez.
Porque si Cameron nos vende, y lo sabe su hermana, y su hermana es parte de la brigada médica... la cadena está por romperse desde adentro.
Saco del bolsillo una foto vieja. Es de mamá, sonriendo en la cocina de Medellín. La única luz que me queda. No puedo fallarle. No después de todo lo que he hecho.
—Lo voy a arreglar —murmuro, como si ella pudiera oírme desde tan lejos.
Pero algo me dice que esta vez, ni el infierno va a bastar para limpiar todo lo que se viene.