Pacto de Sangre

Capítulo 2: El Sabor de la Deuda

El dolor era un viejo amigo de Dante Moretti, un compañero constante que lo había acompañado desde que era un niño en las calles sucias de Nova Aurea. Pero esta vez, al abrir los ojos, el dolor era diferente: un fuego sordo que le quemaba el pecho, como si alguien hubiera clavado un atizador al rojo vivo justo debajo de su clavícula. Parpadeó, la luz tenue de la habitación golpeando sus retinas mientras su mente luchaba por encontrarle sentido a la niebla que lo envolvía.

Estaba en su cama, en la mansión Moretti. Lo sabía por el olor: cuero, madera pulida y un toque de humo de los cigarros que fumaba cuando las noches se volvían demasiado largas. La sábana de seda negra se pegaba a su piel sudorosa, y un vendaje apretado cubría su torso, manchado de un rojo oscuro que se filtraba a través de las gasas. Alguien lo había cosido. Alguien lo había salvado.

Un destello de memoria lo golpeó como un puñetazo: el Barrio del Puerto, el rugido de las motos, el traidor que había vendido información a Sartori. Luego, el disparo. La sangre caliente corriendo por su pecho. Y después… unos ojos. Verdes, intensos, furiosos. Una mujer con una bata blanca, su cabello castaño recogido en una coleta desordenada, gritando órdenes mientras sus manos se movían con una precisión que parecía casi inhumana. Ella. La doctora.

Dante se incorporó con un gruñido, ignorando la punzada que le atravesó el pulmón. Su respiración era un silbido áspero, pero estaba vivo. Y eso significaba que alguien había pagado un precio por su vida. En su mundo, nada era gratis. Todo tenía un costo, y él siempre cobraba sus deudas.

"Rocco," llamó, su voz ronca, como si hubiera tragado grava. El nombre resonó en la habitación vacía, pero sabía que su lugarteniente estaría cerca. Siempre lo estaba.

La puerta se abrió con un crujido, y Rocco "El Toro" Bianchi entró, su figura corpulenta llenando el marco. Llevaba una camisa negra con las mangas arremangadas, dejando a la vista los tatuajes que cubrían sus antebrazos, y su barba espesa estaba salpicada de gris. Sus ojos, normalmente duros como el acero, tenían un brillo de alivio que Dante no pasó por alto.

"Jefe," dijo Rocco, acercándose a la cama con pasos pesados. "Maldita sea, nos diste un susto de muerte. ¿Cómo te sientes?"

"Como si me hubieran disparado," respondió Dante, su tono seco. Intentó mover el brazo izquierdo, pero el dolor lo detuvo, arrancándole una maldición entre dientes. "Dime qué pasó."

Rocco se cruzó de brazos, su expresión endureciéndose. "Sartori. Uno de sus hombres nos tendió una emboscada en el puerto. El traidor era Marco, el nuevo. Lo despaché yo mismo después de que te dispararan. Te llevamos al San Lázaro. No teníamos otra opción."

Dante frunció el ceño, su mente trabajando a pesar del dolor. El Hospital San Lázaro. Un lugar que evitaba como la peste, lleno de ojos curiosos y lenguas sueltas. Pero entonces, la imagen de la doctora volvió a él: su rostro afilado, sus manos firmes, la forma en que lo había mirado mientras lo cosía, como si quisiera matarlo ella misma. Había algo en ella, una chispa de fuego que lo había atravesado incluso en su estado de semiinconsciencia.

"¿Quién me operó?", preguntó, aunque ya sabía la respuesta. Quería confirmarlo. Necesitaba un nombre.

Rocco dudó, lo que no era habitual en él. "Una doctora. Rinaldi, creo que se llama. Valentina Rinaldi. Joven, pero sabe lo que hace. Te sacó la bala y te cerró en menos de una hora. Si no fuera por ella, estarías en una caja ahora mismo."

Valentina Rinaldi. El nombre se deslizó por su mente como un trago de whisky, quemando al bajar. Dante cerró los ojos por un momento, dejando que la imagen de ella se solidificara. No era solo su habilidad lo que lo intrigaba, aunque eso ya era suficiente para captar su atención. Era la furia en su mirada, la forma en que había sostenido su vida en sus manos y había elegido salvarlo, a pesar de que claramente lo despreciaba. En su mundo, la lealtad era rara. La valentía, aún más.

"Tráela," ordenó, abriendo los ojos. Su voz era baja, pero cargada de una autoridad que no admitía discusión.

Rocco parpadeó, claramente sorprendido. "¿A la doctora? ¿Aquí?"

"Sí, aquí," gruñó Dante, su paciencia agotándose. "Ella me salvó. Eso la hace mía ahora. Quiero que sea mi médica personal. Y no me hagas repetirlo, Rocco."

El lugarteniente lo miró por un momento, como si quisiera protestar, pero conocía a Dante lo suficiente como para saber que no había espacio para negociar. Asintió con un movimiento brusco de cabeza. "Entendido, jefe. La traeremos. Pero no creo que venga por las buenas. No parece de las que se doblegan fácil."

Dante esbozó una sonrisa, una curva peligrosa que no llegó a sus ojos. "Mejor. Me gustan los desafíos."

Rocco salió de la habitación, dejando a Dante solo con sus pensamientos. Se recostó contra las almohadas, su mirada fija en el techo de madera tallada. La mansión Moretti era una fortaleza, un lugar que había construido con sangre y acero después de tomar el control de la familia a los veinticinco años. Paredes de vidrio blindado, suelos de mármol negro, un gimnasio subterráneo donde descargaba su furia. Pero ahora, por primera vez en mucho tiempo, sentía algo nuevo: curiosidad.

Valentina Rinaldi. Una doctora que había irrumpido en su mundo sin saberlo, que había tocado su cuerpo roto y lo había devuelto a la vida. En su mente, podía verla con claridad: el sudor brillando en su frente mientras trabajaba, la curva de su cuello expuesta mientras se inclinaba sobre él, el fuego en sus ojos verdes que prometía tanto desafío como deseo. No sabía por qué lo había salvado, pero lo averiguaría. Y cuando lo hiciera, ella pagaría su deuda. Con sangre, con lealtad, o con algo mucho más íntimo.

Un recuerdo más oscuro se coló en su mente, uno que siempre lo acechaba en momentos de debilidad. Su hermana, Alessia, riendo bajo el sol de un verano que parecía de otra vida. Alessia, con su cabello negro y sus ojos grises idénticos a los suyos, muerta a los diecisiete años por un ajuste de cuentas que él no pudo prevenir. La culpa era una cadena que llevaba alrededor del cuello, una que nunca se quitaba. Había jurado no volver a fallar a los que dependían de él, y ahora, de alguna manera retorcida, Valentina Rinaldi se había convertido en una de esas personas.




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