Valentina Rinaldi nunca había sentido un miedo como este, un frío que se colaba bajo su piel y le apretaba el pecho como una garra. No era el miedo a morir —había enfrentado la muerte demasiadas veces en el quirófano como para temerle—, sino el miedo a lo desconocido, a la pérdida de control. Y ahora, mientras el SUV negro aceleraba por las calles de Nova Aurea, con las manos atadas a la espalda y una venda cubriendo sus ojos, ese miedo era lo único que la mantenía consciente.
Todo había pasado demasiado rápido. Apenas había terminado de operar al hombre herido —el desconocido de ojos grises que había salvado de una muerte segura— cuando los dos matones irrumpieron en el quirófano. El barbudo, con su pistola apuntándole al pecho, y el de la cicatriz, con una calma que era aún más aterradora, la habían sacado a rastras del Hospital San Lázaro. Sofía había gritado su nombre, pero Valentina no tuvo tiempo de responder. Una capucha negra sobre su cabeza, un empujón al interior del vehículo, y el rugido del motor la arrancaron de su mundo.
El trayecto fue un borrón de sonidos: el chirrido de las llantas, las voces bajas de los hombres hablando en un idioma que no reconoció, el latido ensordecedor de su propio corazón. Intentó contar los minutos, calcular las distancias, cualquier cosa que le diera una pista de a dónde la llevaban, pero su mente estaba demasiado nublada por la adrenalina. Finalmente, el SUV se detuvo, y el aire frío de la noche la golpeó cuando la sacaron del vehículo. Sus botas resonaron contra un suelo que parecía de mármol, y el eco le dijo que estaba en un lugar grande, cerrado. Una mansión, tal vez.
"Muévete," gruñó el barbudo, empujándola hacia adelante. Le quitaron la venda de los ojos, y Valentina parpadeó, ajustándose a la luz tenue. Estaba en un vestíbulo enorme, con paredes de vidrio oscuro y suelos de mármol negro que reflejaban las luces de un candelabro de cristal. El lujo era opresivo, pero había algo en el aire —un olor a cuero, humo y poder— que le erizó la piel.
"¿Dónde estoy?", exigió, su voz temblando de furia más que de miedo. Giró hacia el barbudo, sus manos aún atadas, pero su mirada era un desafío. "¡No tienen derecho a traerme aquí! ¡Soy médica, no una criminal!"
El hombre de la cicatriz soltó una risa seca, pero no respondió. En cambio, la empujó hacia una escalera de caracol que subía al segundo piso. Cada paso que daba alimentaba su rabia, una furia que quemaba más que el miedo. Había salvado una vida esa noche, y ahora estaba pagando por ello. Si tan solo hubiera dejado que ese hombre muriera en la mesa de operaciones…
La llevaron a una habitación al final de un pasillo. La puerta se abrió, y el barbudo la empujó dentro con un movimiento brusco. Valentina tropezó, pero se enderezó rápidamente, sus ojos escaneando el espacio. Era un dormitorio, o más bien una suite: una cama King con sábanas de seda negra, un escritorio de caoba, una chimenea encendida que arrojaba sombras danzantes sobre las paredes. Y allí, sentado en un sillón de cuero junto a la ventana, estaba él.
El hombre que había operado. El hombre que había causado todo esto.
Estaba vivo, aunque apenas. Su torso estaba vendado, su piel pálida bajo la luz del fuego, pero sus ojos grises la miraron con una intensidad que la hizo retroceder un paso. Llevaba solo unos pantalones negros, dejando a la vista los músculos de su pecho y los tatuajes que cubrían su piel: un lobo con colmillos desnudos, una daga atravesando un corazón. Era más joven de lo que esperaba, tal vez de unos treinta y tantos, pero había una dureza en su rostro que hablaba de una vida de violencia.
"Valentina Rinaldi," dijo, su voz baja y ronca, como si cada palabra le costara esfuerzo. Había un acento en su tono, algo que no pudo identificar, pero que le erizó la piel. "¿O debería decir, doctora Rinaldi?"
Ella apretó los puños, ignorando el dolor de las cuerdas que cortaban sus muñecas. "¿Quién eres tú? ¿Y por qué estoy aquí?" Su voz era un látigo, afilada por la furia que había estado conteniendo desde que la sacaron del hospital.
Él se levantó del sillón con un movimiento lento, casi felino, a pesar de su herida. Cada paso que daba hacia ella hacía que el aire se volviera más pesado, más cargado. "Soy Dante Moretti," dijo, deteniéndose a pocos centímetros de ella. "Y estás aquí porque me salvaste la vida. Eso tiene un precio."
Valentina lo miró, su mente girando. Dante Moretti. El nombre le sonaba, un eco de rumores que había escuchado en las calles de Nova Aurea. El nuevo capo de la familia Moretti, una de las mafias más peligrosas de la ciudad. Un asesino. Un monstruo. Y ella lo había salvado.
"Si crees que voy a ser tu rehén por hacer mi trabajo, estás loco," escupió, dando un paso hacia él a pesar de las cuerdas. "No soy una de tus putas ni uno de tus soldados. Soy médica. Y no tengo nada que ver con tu mundo."
Dante inclinó la cabeza, estudiándola como un depredador, evalúa a su presa. Había algo en su mirada, una mezcla de curiosidad y deseo, que la hizo estremecer. "Eso es lo que lo hace interesante," murmuró, su voz un susurro que parecía deslizarse bajo su piel. "No eres de mi mundo, pero ahora estás en él. Y no te dejaré ir hasta que pague tu deuda."
"¿Mi deuda?" Valentina soltó una risa amarga, incrédula. "¡Yo te salvé! Si alguien debe algo aquí, eres tú."
Él se acercó más, hasta que el calor de su cuerpo la envolvió. Olía a sangre, a sudor y a algo más oscuro, algo que le aceleró el pulso a pesar de sí misma. "En mi mundo, salvar una vida te ata a esa vida," dijo, su aliento rozando su mejilla. "Eres mía ahora, doctora. Mi médica personal. Y voy a asegurarme de que estés a la altura."
Antes de que pudiera responder, Dante levantó una mano y le desató las cuerdas con un movimiento rápido. Las muñecas de Valentina ardían, marcadas por líneas rojas, pero no tuvo tiempo de procesar el alivio. Él la agarró por la cintura con una mano, su agarre firme y posesivo, mientras la otra se deslizaba por su brazo, subiendo hasta su cuello. La empujó contra la pared con un movimiento controlado, su cuerpo, presionándola, atrapándola entre el mármol frío y el calor abrasador de su piel.