Pacto de Sangre

Capítulo 4: La Ley de la Sangre

Dante Moretti había aprendido a leer a las personas desde que era un niño, una habilidad que lo había mantenido vivo en un mundo donde un parpadeo podía significar la diferencia entre un trato y una traición. Pero Valentina Rinaldi era un enigma, un rompecabezas que lo fascinaba y lo enfurecía a partes iguales. La había tocado, había sentido el calor de su piel bajo sus dedos, el latido frenético de su pulso, y aun así, ella lo había empujado con una furia que lo dejó deseando más. Ahora, mientras la observaba apoyada contra la pared de su suite, con los ojos verdes brillando de desafío y el pecho subiendo y bajando con cada respiración agitada, Dante sabía que esta mujer iba a ser un problema. Uno que él disfrutaría resolver.

Ella lo miraba como si quisiera arrancarle el corazón con las manos desnudas, y eso lo excitaba más de lo que estaba dispuesto a admitir. Había algo en su resistencia, en la forma en que se negaba a doblegarse, que lo atraía como una polilla a la llama. Pero no había tiempo para juegos. No todavía. Primero, necesitaba que entendiera las reglas de su mundo, las leyes que ahora la ataban a él, quisiera o no.

"Siéntate," ordenó, señalando el sillón de cuero junto a la chimenea. Su voz era baja, pero cargada de una autoridad que había hecho temblar a hombres mucho más duros que ella.

Valentina cruzó los brazos sobre el pecho, su bata médica aún desabrochada en los primeros botones, dejando a la vista un atisbo de piel que Dante tuvo que esforzarse por ignorar. "No voy a sentarme," escupió, su tono afilado como un bisturí. "No soy tu prisionera, y no voy a seguir tus órdenes como uno de tus perros. Dime por qué estoy aquí y déjame ir."

Dante esbozó una sonrisa, una curva peligrosa que no llegó a sus ojos. "No estás en posición de dar órdenes, doctora," dijo, dando un paso hacia ella. El dolor en su pecho, donde la bala había perforado su pulmón, era un recordatorio constante de su propia mortalidad, pero lo ignoró. Había sobrevivido peores cosas que una herida de bala, y no iba a dejar que una mujer, por más fuego que tuviera, lo desafiara en su propia casa.

Ella no retrocedió esta vez, a pesar de la cercanía. Sus ojos se encontraron con los de él, y la tensión entre ellos crepitó como un cable eléctrico expuesto. "Entonces dime," siseó, su voz temblando de furia. "Dime por qué me arrastraste aquí como si fuera un trofeo. ¿Qué quieres de mí?"

Dante se detuvo a pocos centímetros de ella, lo suficientemente cerca como para sentir el calor que emanaba de su cuerpo, el leve aroma a desinfectante y sudor que aún se aferraba a su piel después de la cirugía. Quería tocarla de nuevo, sentir esa chispa que había encendido algo en él cuando sus manos la habían explorado minutos antes, pero se contuvo. Por ahora.

"Te lo dije," respondió, su voz baja y deliberada. "Me salvaste la vida. En mi mundo, eso crea una deuda de sangre. Una deuda que no se rompe hasta que yo lo decida."

Valentina frunció el ceño, su expresión oscilando entre la incredulidad y la rabia. "¿Deuda de sangre? ¿De qué estás hablando? ¡Soy médica! Salvar vidas es mi trabajo, no un contrato con un mafioso."

Dante se inclinó más cerca, su aliento rozando su mejilla. "No es un contrato," murmuró, su voz, un ronroneo oscuro que hizo que un escalofrío recorriera la espalda de Valentina, aunque ella intentó ocultarlo. "Es una ley. Una que ha mantenido a mi familia viva durante generaciones. Cuando alguien te salva, su vida se ata a la tuya. Eres responsable de mí ahora, doctora. Y yo de ti."

Ella soltó una risa amarga, retrocediendo un paso para poner distancia entre ellos. "Eso es ridículo," escupió, sus manos apretándose en puños. "No soy tu esclava, y no voy a quedarme aquí solo porque tú lo digas. Tengo una vida, un trabajo, personas que dependen de mí. No puedes encerrarme como si fuera una de tus posesiones."

Dante la siguió, cerrando la distancia de nuevo, su paciencia empezando a desgastarse. "No entiendes," gruñó, su voz endureciéndose. "No es una elección. Eres mía ahora. Mi médica personal. Vas a quedarte aquí, en esta mansión, y te asegurarás de que siga vivo. Porque si muero, doctora, tú también lo harás."

Valentina se quedó inmóvil, sus ojos abriéndose de par en par mientras procesaba sus palabras. Por un momento, Dante pensó que cedería, que el miedo la doblegaría. Pero entonces, ella dio un paso hacia él, su rostro a centímetros del suyo, y la furia en su mirada lo golpeó como un puñetazo.

"¿Me estás amenazando?", siseó, su voz temblando de rabia. "¡¿Acabo de salvarte, y ahora me amenazas con matarme si no juego a ser tu enfermera personal? Eres un monstruo."

Las palabras de Valentina fueron como un latigazo, pero en lugar de enfurecerlo, avivaron algo más profundo en Dante. Deseo. Ella era un desafío, una llama que no se apagaba, y él quería consumirla, doblegarla, hacerla suya en todos los sentidos posibles. Dio un paso más, hasta que sus cuerpos se tocaron, su pecho rozando el de ella con cada respiración. El calor entre ellos era palpable, una corriente que amenazaba con incendiarlos a ambos.

"No es una amenaza," murmuró, su voz baja y cargada de una promesa oscura. "Es una realidad. Mi mundo no es el tuyo, Valentina. Aquí, la sangre manda. Y tú derramaste la tuya al salvarme."

Ella lo empujó con ambas manos, su fuerza, sorprendiéndolo lo suficiente como para hacerlo retroceder un paso. "¡No derramé nada!", gritó, su voz quebrándose. "¡Hice mi trabajo! ¡Y ahora quieres convertirme en tu prisionera por eso! ¡Eres un enfermo!"

Dante sintió el dolor de su herida al retroceder, pero lo ignoró, su mirada clavada en ella. La furia de Valentina era magnífica, un fuego que lo atraía más de lo que estaba dispuesto a admitir. Quería apagarlo, pero también quería alimentarlo, ver hasta dónde podía arder. Dio un paso hacia ella de nuevo, esta vez atrapándola contra el escritorio de caoba, sus manos apoyándose a ambos lados de su cuerpo, encerrándola.




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