Valentina Rinaldi no era de las que se rendían. Había enfrentado noches interminables en el quirófano, pacientes al borde de la muerte, y un sistema médico que parecía diseñado para hacerla fracasar. Pero esto —estar atrapada en la mansión de un capo mafioso, con su vida pendiendo de un hilo que él sostenía con una sonrisa peligrosa— era un tipo de infierno que nunca había imaginado. Y no iba a quedarse de brazos cruzados mientras Dante Moretti la convertía en su juguete.
La suite donde la había dejado era una jaula de lujo, con sábanas de seda negra y un candelabro que arrojaba sombras danzantes sobre las paredes de vidrio oscuro. Pero una jaula seguía siendo una jaula, y Valentina no iba a esperar a que su captor decidiera su destino. Había sentido su toque, el calor de sus manos, la promesa oscura en su voz, y aunque su cuerpo había reaccionado de una manera que la horrorizaba, su mente estaba clara: tenía que escapar. Ahora.
La puerta estaba cerrada con llave, como esperaba. Pero las ventanas no. Se acercó a una de ellas, sus botas resonando suavemente contra el mármol negro, y miró hacia abajo. Estaba en el segundo piso, a unos cinco metros del suelo, pero el césped bien cuidado de la mansión Moretti parecía lo suficientemente suave como para amortiguar su caída. Había un alféizar estrecho justo debajo de la ventana, y un árbol a pocos metros de distancia. Si podía alcanzarlo, podría bajar y correr. No sabía a dónde iría, pero cualquier lugar era mejor que aquí.
Valentina abrió la ventana con cuidado, el aire frío de la noche, colándose en la habitación y erizándole la piel. Su bata médica estaba sucia, manchada de sangre seca del hombre que había salvado —el mismo hombre que ahora la tenía prisionera—, pero no había tiempo para preocuparse por eso. Se quitó las botas para no hacer ruido y las dejó junto a la cama, sus pies descalzos, sintiendo el frío del suelo. Con un último vistazo a la puerta, se subió al alféizar, su corazón latiendo tan fuerte que temía que alguien lo oyera.
El viento le azotó el rostro mientras se deslizaba hacia afuera, sus manos aferrándose al marco de la ventana. El alféizar era más estrecho de lo que parecía, apenas lo suficiente para sostenerla, y por un momento, el vértigo la golpeó como un puñetazo. Pero no había vuelta atrás. Respiró hondo, sus dedos temblando mientras se estiraba hacia el árbol. Las ramas estaban a un metro de distancia, tentadoramente cerca, pero el vacío debajo de ella era un recordatorio de lo que pasaría si fallaba.
—Vamos, Valentina —murmuró para sí misma, su voz apenas un susurro—. Puedes hacerlo.
Con un impulso, saltó. Sus manos se cerraron alrededor de una rama gruesa, pero el impacto hizo que su cuerpo se balanceara, sus piernas colgando en el aire. El dolor en sus muñecas, aún marcadas por las cuerdas, la hizo gruñir, pero se aferró con todas sus fuerzas, sus dedos clavándose en la corteza. Lentamente, se balanceó hasta que sus pies encontraron apoyo en una rama más baja, y desde allí, bajó al césped con un aterrizaje torpe pero silencioso.
Estaba fuera. Por un momento, la euforia la inundó, su respiración entrecortada mientras miraba la mansión. Las luces del primer piso estaban encendidas, y podía escuchar voces distantes, pero nadie parecía haberla visto. El césped estaba húmedo bajo sus pies descalzos, y el aire olía a tierra y peligro. Corrió hacia el borde de la propiedad, donde un muro de piedra se alzaba como una barrera. Si podía escalarlo, estaría libre.
Pero la libertad era un lujo que Dante Moretti no estaba dispuesto a darle.
Un reflector se encendió de repente, bañándola en luz blanca, y el sonido de pasos pesados rompió el silencio de la noche. Valentina se giró, su corazón hundiéndose mientras veía a tres hombres corriendo hacia ella, sus figuras oscuras recortadas contra la luz. Uno de ellos era el barbudo que la había secuestrado, su pistola brillando en la mano.
—¡Para! —gritó, su voz resonando como un trueno. Pero Valentina no se detuvo. Corrió más rápido, sus pies resbalando en el césped, su mente gritando que no podía rendirse ahora. El muro estaba a pocos metros, pero los hombres eran más rápidos. Antes de que pudiera alcanzarlo, una mano la agarró por el brazo, tirándola al suelo con una fuerza que le arrancó el aire de los pulmones.
—Te dije que pararas —gruñó el barbudo, su agarre como un tornillo de banco mientras la ponía de pie. Valentina se retorció, pateando y arañando, pero otro hombre la sujetó por el otro brazo, inmovilizándola. Su respiración era un jadeo, su cuerpo temblando de adrenalina y furia, pero no había escapatoria. La habían atrapado.
—Tráiganla adentro —ordenó una voz fría desde la oscuridad, una voz que Valentina reconoció al instante. Dante. Su figura emergió de las sombras, su torso aún vendado, pero su presencia tan imponente como siempre. Sus ojos grises la miraron con una mezcla de diversión y peligro, y por un momento, Valentina sintió que el suelo se abría bajo sus pies.
La arrastraron de vuelta a la mansión, sus pies descalzos raspando contra el césped y luego el mármol frío del vestíbulo. Dante caminaba detrás de ellos, su silencio más aterrador que cualquier grito. Cuando llegaron a la suite, los hombres la soltaron, dejándola caer al suelo. Valentina se puso de pie rápidamente, su respiración agitada, su mirada clavada en Dante mientras él cerraba la puerta con un chasquido que resonó como un disparo.
—¿Pensaste que podías escapar de mí? —dijo, su voz baja y cargada de una calma que la hizo estremecer. Dio un paso hacia ella, y Valentina retrocedió instintivamente, su espalda chocando contra la pared. Estaba atrapada, de nuevo.
—No voy a quedarme aquí —escupió, su voz temblando de furia—. No soy tu prisionera, y no voy a dejar que me conviertas en una de tus víctimas.
Dante inclinó la cabeza, estudiándola como un depredador, evalúa a su presa.
—No eres una víctima —murmuró, dando otro paso hacia ella—. Eres mía. Y cuanto antes lo aceptes, menos doloroso será esto para ti.