Algunas personas tienen vivencias distintas con infancias distintas. Otras son alegres, otras dolorosas. Para mí es solo memorable.
Aquella frase que los adultos suelen decir: “No sabes lo que tienes hasta que lo pierdes”. Nunca la tomé en serio, y estoy segura de que la mayoría de la población nunca lo creyó, hasta que sucedió. Mi niñez fue un ambiente alegre pero regular.
Días en donde queríamos ser nosotros y todo lo demás no importaba, solo el reír, mantenernos despiertos y comer tanta azúcar como pudiéramos. Los problemas no existían y así era mejor.
La actitud de la lluvia fue cariñosa, pero muy fuerte. Azotó con fuerza y aprendí la lección. El vendaval me acurrucaba con maternidad y amor, fue lindo. Me arrepentí de cosas que hice, cosas que no hice y, posiblemente, de cosas que haría en un futuro si no llegaba a controlar aquella parte curiosa de mí. Vivo con ciertos arrepentimientos.
Fui feliz, pero nada dura para siempre. Los niños fueron crueles, malvados e ignorantes. La hiperactividad—aquella normal en los niños—, se volvió algo extraño cuando se trataba de mí.
La hiperactividad se volvió rareza y las lenguas de los niños y sus padres no pararon al verme.
¿Qué había hecho mal?
¿No soy normal?
¿Ser rara es malo?
No estoy enfermita, no tengo un “trastorno”.
¿Qué hice para ser llamada “Rarita”?
Todo se tornó gris y mientras crecía, entendí que el mundo no podía ser tu amigo. El mundo crítica y observa, te coloca en las clases y tipos que crean y yo fui seleccionada para ser nada.
Era invisible, totalmente invisible. Nadie me veía por más que iba, nadie me escuchaba por más que aplaudiera, nadie me hablaba por más que yo lo hiciera.
¿Qué hice mal?
¿Cómo debo actuar?
¿Hay algo malo en mí?
¿Realmente soy rara?
Lo único que deseaba para terminar aquello era crecer, pero fue el peor deseo que pude haber pedido. Mi cuerpo delgado se ancho y no pude evitarlo. Y cuando creí que el mundo ya era cruel conmigo, la vida se tornó en un negro deprimente.
Rodillas con raspones, jalones de cabello, empujones “accidentales”, juegos de escondidas en donde me encerraban a propósito. Esta no era la niñez que deseaba, que imaginé. Quería ser como los demás; Verlos reírse, enamorarse y ser ellos mismos era envidiable, Nunca pude conseguirlo, hasta ahora.
¿Qué puedo hacer para agradarles?
¿Debería copiar sus personalidades?
No puedo actuar así.
No puedo ser así.
No puedo reírme así.
Debo vestirme como ellos.
Debo ser como ellos.
Debo reírme de lo que se rían, así no sea gracioso.
Debo comer lo que comen, aunque no me guste.
Debo. Ser. Perfecta.
Y al final, de tanto haber fingido ser alguien más y el querer ser como ellos, yo ya no sabía quién era.
¿Cómo soy realmente?
¿Qué estoy haciendo aquí?
Esto está mal.
Esto no me divierte.
Esto me da asco.
Esto me gusta.
Esto me hace sentir incómoda.
Esta ropa no me gusta.
Esto realmente me cansa.
Me cansa, me cansa y me cansa.
Hasta que, finalmente, exploté.
Mis pensamientos revolotearon por todas partes y supe que ya no podía callar, yo… ya no podía hacerlo. Mi opinión debe ser escuchada por más que quieran lincharme. Debo ser yo.
No. Debo. Ser. Perfecta.
Esta ropa me gusta.
Está bien ser gorda.
Está bien no ser tan femenina.
Está bien leer.
Está bien escuchar música de antaño.
Me gusta mi risa, a la gente le contagia.
Tengo carácter fuerte.
Tengo voz fuerte.
Debo mejorar en ciertas cosas, pero hasta entonces:
Me siento orgullosa de ser yo. Y, aunque la vida esté tintada de negro y gris, siempre debemos encontrar los colores necesarios para crear un buen lienzo, un lienzo que forme parte de nuestro ser y nos haga sentir orgullosos de quienes somos y de quien nos convertimos.