Pandemia. Bienvenidos Al Nuevo Orden Mundial.

LA PARCA VIAJA EN METRO

Capitulo 1

   LA PARCA VIAJA EN METRO

"Delante de él la peste seguía yendo, y la fiebre ardiente salía a sus pies. Se detuvo, para sacudir [la] tierra. Vió, y entonces hizo que las naciones saltaran” Habacuc 3:6

   28 escalones. 28 escalones suponían la distancia que aún le faltaba para entrar por meritos propios en el top ten de los peores asesinos de masas de Europa. O en la lista de héroes del Nuevo Orden. Era, después de todo, cuestión de perspectiva, pues la historia, casi siempre, la escriben los vencedores. Y todo indicaba que serian Hans y los suyos quienes prevalecerían.

   Miguel detuvo el paso en la explanada donde habría de abordar la entrada al subterráneo, apurando con una intensa calada el Wiston que le había acompañado desde hacía un par de calles más atrás. Tiró la colilla aún humeante al suelo, apagando su brillo con el peso del pie derecho, girando a un lado y otro la suela de su mocasín. Ese habría de ser uno de sus últimos cigarros. Volvió a colocarse la mascarilla. No habría de llamar la atención innecesariamente. Menos aun dentro de la estación. Aunque aquel pedazo de tela no valía para nada. No aportaba protección alguna frente al regalo que dejaron los hombres de Hans en Madrid y Barcelona, pero habría de seguir el protocolo oficial . Aquellos trapos con goma valían para poco más que para dar una falsa sensación de seguridad a los ingenuos que decidían llevarla.

   Miró hacia el cielo un par de segundos. Bajó la cabeza lentamente, cerrando los ojos. Dudando. Respiró profundamente un momento antes de dar el siguiente paso que le conduciría al interior de la parada de Colon. Con su mano izquierda masajeo suavemente sus ojos, recorriendo después el resto de su cara, para acabar dando un pellizco al mentón .  Concienciándose. No había vuelta atrás. Y no habría vuelta atrás. Aunque para ser correcto, fue el día que aceptó vender su alma a Hans cuando realmente dio un paso sin retorno. Algo en ese momento desde lo más profundo de su conciencia parecía querer frenarle justo ahí. Pero no era el tiempo ya de mostrarse escrupuloso. Razonó. Además, recordó, para reafirmarse en su convicción de hacer lo que debía, el largo y tortuoso camino que había recorrido para llegar hasta ahí. Para conseguir lo que tenía al alcance de su mano. Algo que en ese momento crucial solo unos escogidos podrían disfrutar. Su vida no había sido fácil hasta entonces, pero todo iba a cambiar. Tras años buscando su sitio en el mundo, estaba casi seguro de haber encontrado el lugar al que pertenecía. El Nuevo Mundo por venir no era perfecto, ni mucho menos. Pero era mejor que el mundo en el que vivían. El mundo hasta entonces había sido un lugar pútrido y corrupto. Era necesario reconstruirlo desde unos nuevos cimientos. Eso exigía destruir el actual. El que algo quiere, algo le cuesta. Pensaba. Sin embargo, el dar ese paso... el descender esos 28 escalones, no le parecía ahora  tan fácil como en un principio pensó. Sin embargo, el plan B... El abandonar justo ahí, ni siquiera podía planteárselo, en virtud del trato que recibiría. Algo peor que la muerte. Bien sabía que la vida de los suyos dependía de descender esos escalones. Al fin y al cabo, era eso lo que le motivo aceptar la oferta de Hans. Si no lo hiciera... El Nuevo Orden no perdonaría esa traición.

   Bajó los 28 peldaños de la escalera que separaba la plazoleta de la calle Colón, con el inmenso edificio del Corte Ingles a la derecha, del recibidor donde los transeúntes se aglomeraban a la espera de seguir su camino, dentro o fuera de la estación. Con indumentarias que recordaban tiempos pasados. No hacia demasiado. Mascarillas, guantes de látex y pantallas plásticas cubriendo las partes sensibles de facilitar algún tipo de contagio vírico. Insuficiente todo aquello para frenar siquiera la carga mortal que Miguel llevaba en la mochila.

   Una vez dentro, sintió el aire acondicionado inusualmente alto, percibiendo como una ola fría le envolvía al dar apenas tres pasos hacia la barrera electrónica, produciéndole un escalofrío que sacudió toda su columna vertebral. En parte, culpa del repentino frío, en contraste con el infernal calor del exterior.  En parte, si no más, por la transcendencia de los pasos que le quedaban por dar. Observó con detenimiento el escenario que ante si se mostraba. La pequeña tienda de accesorios móviles estaba cerrada, igual que la pastelería donde los viajeros solían tomar café haciendo tiempo hasta la llegada del siguiente tren. Algo impensable siquiera hacia una semana. Sin duda había bastante menos gente de la que acostumbrada a esa hora, las 12:00 a.m. El miedo había venido para quedarse, en especial después de los atentados de las dos capitales hacia solo unos días. Era eso precisamente lo que reflejaban los rostros de la mayoría de los viajeros ocasionales de la línea. Incluso los policías que formaban los grupos de control, aún a pesar de mantener la reglamentaria frialdad y distancia de sus gestos, parecían mostrar dificultades para ocultar cierto nerviosismo. Casi todos. Casi todos menos dos que fijaron una mirada fría y penetrante en el, analizándole en apenas un par de segundos de pies a cabeza. Miguel frenó  el paso, consciente del peligro que enfrentaba si era descubierto. Quizás, fuera eso... Esa forma de detener el paso lo que produjo el cambio en la actitud de entrada nada amigable que presentaban esos dos policías en particular. Miguel sintió como un nudo le cerraba la boca del estómago, mientras sus axilas comenzaban a humedecer la camiseta gris claro, con el logotipo de la empresa eléctrica donde hasta hacia solo unas semanas había trabajado. Estos, viendo la repentina y sospechosa actitud del tipo que tenían a escasos 12 metros, dieron un paso adelante, no sin antes mirarse, pareciendo asentir levemente el uno al otro. Miguel quedo paralizado. Habría de pensar algo. Y rápido. El golpeteo del corazón tamborileando su pecho no facilitaba precisamente el pensar con claridad. Poco o nada quedaba en ese instante de su habitual porte chulesco y la aparente actitud de sobrado que solía mostrar en su deambular rutinario. Antes de los atentados. Antes de la enfermedad de su hija. Quizás no estuviera todo perdido. Pensó. Uno de los policías, el de mayor grado y edad, esbozó una leve sonrisa, dibujando lo que la mente de Miguel descifró como una escalofriante expresión de maldad, mientras remangaba levemente la manga de la camisa negra del uniforme 10 o 15 centímetros, dejando ver en la piel una especie de tatuaje con algo de relieve, apuntando disimuladamente en la dirección de Miguel. Este, al verlo, tragó saliva deshinchándose como un globo, sintiendo como la tensión muscular a la que el estrés había sometido su cuerpo comenzaba a desaparecer. Aún habiéndose preparado mentalmente para escenas como esa, la realidad y su transcendencia le habían superado. Pero Hans lo tenía todo pensado. Lo que le hizo caer en la cuenta del poder real del alemán. Y la estupidez de siquiera plantearse abandonar en ese momento. Ese fue quizás el pequeño estímulo que necesitaba para acabar lo que había empezado en Tarragona.



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En el texto hay: crimen, mafia, conspiracion

Editado: 13.11.2021

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