Pandemónium

2.

El salón de baile resplandecía con la luz de los candelabros, y la música de los violines llenaba el aire con una melodía etérea. La corte se movía en un juego de apariencias y susurros, donde cada gesto y cada mirada eran armas en una guerra silenciosa.

Georgina, con su vestido sencillo pero impecable, mantenía la vista baja mientras servía el vino a los invitados. Su papel era ser invisible, una sombra entre las figuras elegantes que llenaban el salón. Pero entonces sintió una mirada clavarse en ella, una que le erizó la piel. Levantó la vista con cautela y se encontró con los ojos de James.

El príncipe James observaba a la joven criada con una intensidad que no se molestaba en disimular. Sus ojos, de un azul profundo, se posaron en ella como un ancla, atrapándola en un mar de emociones prohibidas. Georgina apartó la mirada de inmediato, sintiendo que su corazón latía con fuerza descontrolada. No podía permitirse soñar con imposibles. Él era el heredero al trono; ella, una simple sirvienta.

Pero su cuerpo la traicionaba. Las manos le temblaban ligeramente al sostener la jarra de vino. Sintió cómo su respiración se volvía errática. No era solo la mirada de James lo que la perturbaba, sino la certeza de que ese momento no era un capricho pasajero. Había algo en sus ojos, en la forma en que la buscaba, que prometía peligro.

—¿Te encuentras bien? —La voz de Gertrudes la sacó de su ensimismamiento. La mujer mayor, una de las criadas más experimentadas, la miraba con severidad.

—Sí, señora. Solo me distraje un momento —respondió Georgina, esforzándose por sonar convincente.

Gertrudes entrecerró los ojos, pero no dijo nada más. Sabía que en la corte, cualquier error, por pequeño que fuera, podía costar caro. Y la mirada de James sobre Georgina no había pasado desapercibida.

Del otro lado del salón, la reina observaba la escena con una expresión pétrea. Sus dedos se crisparon sobre el brazo de su trono cuando vio la forma en que su hijo miraba a la criada. No le gustaba lo que veía. Su hijo no debía distraerse con una sirvienta. Había asuntos más importantes en juego, alianzas que debían sellarse con matrimonios estratégicos. No podía permitir que una simple criada interfiriera en sus planes.

—Esa muchacha debe desaparecer de su vista —susurró la reina a su dama de compañía, su voz afilada como una daga.

La mujer asintió y salió del salón con sigilo. Georgina aún no lo sabía, pero su destino acababa de sellarse.

Mientras tanto, James apretó la mandíbula, sintiendo la opresión de la tradición y el deber ahogarlo. Había sentido la advertencia en la mirada de su madre, pero no estaba dispuesto a obedecer tan fácilmente. No cuando sus sentimientos por Georgina comenzaban a convertirse en algo que ni él mismo podía ignorar.

En ese instante, la música cambió y las parejas se reunieron en la pista para el baile principal. Pero James no se movió. En cambio, dio un paso hacia adelante, como si su propio cuerpo ya no le perteneciera, como si una fuerza mayor lo arrastrara hacia Georgina. Ella, al darse cuenta, retrocedió, pero su espalda chocó con la mesa. No tenía escapatoria.

—Georgina… —La voz de James fue un susurro apenas audible por encima del bullicio. Su tono era firme, decidido.

—Alteza… por favor… —murmuró ella, con la garganta seca. Sabía que estaban siendo observados. Sabía que esto solo traería problemas.

Pero James no retrocedió. No esta vez.

Entonces, una sombra se movió en el umbral del gran salón. Un hombre de capa oscura intercambió una rápida mirada con la dama de compañía de la reina y desapareció entre la multitud. Georgina sintió un escalofrío recorrer su espalda, un mal presentimiento anidándose en su pecho.

—James, por favor… no hagas esto —susurró con urgencia. Pero el príncipe ya había tomado una decisión.

—No puedo evitarlo —contestó él, acercándose aún más, su aliento cálido rozando su piel.

Desde el otro extremo del salón, la reina sonrió con frialdad. La trampa estaba tendida. Y Georgina no tenía escapatoria.




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