Papá de imprevisto

Capítulo 1 Hay alguien en la puerta

—Papá… el Creador dice que ya es hora.

Sebastián Montero abrió los ojos, sobresaltado. El televisor todavía brillaba en la sala semivacía de su penthouse. Su cabeza latía al ritmo del alcohol y las malas decisiones, y por un instante pensó que había soñado. Pero la voz… no era un sueño.

Alguien volvía a tocar la puerta.

Tum, tum, tum.

Con fastidio, se levantó, sin molestarse en ponerse camisa. Luego de la noche que había pasado, luego de saber sobre el embrazo de Clara no tenía ganas de nada ni siquiera de una compañía femenina.

Si, estaba acostumbrado a visitas nocturnas no invitadas, pero esta vez era distinto. No había risas ni perfume caro. Solo ese silencio espeso que parecía tragarlo todo.

Abrió la puerta casi molesto.

Allí estaba ella. Una niña. No debía tener más de diez años. Vestía un abrigo gris demasiado grande para su cuerpo delgado, y lo más inquietante: lo miraba como si lo conociera desde siempre.

—¿Qué…? ¿Te perdiste? —balbuceó Sebastián, sobándose la sien.

—No. Te estaba esperando —dijo ella con una calma desconcertante—. Mi nombre es Anita. Y tú eres el objetivo número 43.

—¿Qué?

—Tenemos que darte una lección. El tiempo es limitado. —Levantó una pequeña libreta negra y anotó algo—. ¿Tú sabías que hay padres que lloran cada noche por no poder abrazar a sus hijos? ¿Y tú… tú los rechazas antes de que respiren?

Sebastián retrocedió, ahora incómodo. Sentía una punzada extraña en el pecho. El tipo de sensación que ni el whisky ni los placeres caros lograban anestesiar.

—Mira, si esto es una especie de campaña religiosa o lo que sea… te estás metiendo con la persona equivocada —espetó.

—¿Sí? Entonces dime, Sebastián Montero… ¿cuántas veces dijiste “no es mi problema” este mes? ¿Catorce? ¿Veinte? ¿Qué le dijiste a la pobre Clara? No estás en mi liga, por dios que frase tan tonta.

El mundo comenzó a girar. El pasillo se distorsionó como si alguien lo hubiera sumergido en agua. Anita lo miró una última vez antes de que todo se desvaneciera.

—Nos vemos en casa, papá.

Y todo fue oscuridad junto a un sonido sordo que parecía salido de la tv.

Despertó con un golpe seco. Estaba en una cama… pero no la suya. La habitación olía a detergente, madera y… crayones. En la pared, un dibujo infantil mostraba una familia de cinco. Un hombre con corbata, una mujer con delantal y tres niños con sonrisas deformes pero felices. El corazón de Sebastián se aceleró. ¡Dónde estoy? ¿Qué pasó anoche?

—¡Papá! ¡Papá, despierta! Mateo rompió el cereal otra vez.

Un torbellino humano saltó sobre su pecho. Era una niña de unos siete años, con ojos grandes y chispeantes. Antes de que pudiera gritar, una niña de cinco años le lanzó una almohada desde la puerta.

—¡Es tu turno de hacer el desayunoooo!

—¿Qué… qué demonios? —Sebastián se incorporó, empapado en sudor.

La puerta se abrió lentamente. Anita, ahora en pijama, se apoyó en el marco con una sonrisa triunfal.

—Bienvenido a tu nueva vida, Sebastián. Eres esposo de Clara Rivas. Tienes tres hijos. Y una lista de tareas por cumplir si quieres volver.

—¿Volver? ¿Volver a dónde? —masculló, en pánico.

—A tu mundo egoísta, vacío y cómodo. Aunque no sé por qué alguien querría volver allí.

—¡Esto es una pesadilla! —gritó, saliendo de la cama, tropezando con una muñeca parlante.

—No, es un regalo... creo. Ahora apúrate: mamá se va a molestar si no ayudas a vestirnos.

Sebastián corrió hacia el baño. Se observó en el espejo y casi no se reconoció. Su cabello estaba más desordenado de lo habitual, llevaba una camiseta con un dibujo de dinosaurio y tenía… ¿un anillo?

—¡No puede ser!

Los sonidos de su corazón retumbaban en sus oídos. Parecía que estaba teniendo un ataque de ansiedad.

En la cocina, el desayuno era una guerra. Clara, con ojeras y una taza de café, lo saludó con una sonrisa cansada.

—Buenos días. Espero que hoy sí puedas llevar a los niños al colegio. Ayer te olvidaste otra vez.

Sebastián se quedó congelado. La miró: Clara. Pero no era la vecina callada que conocía de vista. Era distinta. Tenía una seguridad en su mirada, una calidez que nunca le había prestado atención. Y lo más perturbador: lo miraba como si fuera su esposo… como si lo amara.

—¿Estás bien? —preguntó ella, preocupada.

—Sí, solo… tuve un sueño raro.

Anita se acercó con un cuaderno.

—Te dejo aquí tu primera tarea —dijo con tono inocente—. Es en la escuela. Vas a ser Papá Noel.

—¿Qué?

—Y no olvides aprenderte los nombres de todos los niños. Uno de ellos es experto en descubrir impostores.

Sebastián hundió el rostro en las manos.

—Esto no puede estar pasando. — soltó una sonrisa perturbadora. — ¡Eso es! La bebbida me hizo daño. No estoy despierto, sigo en el sofá. En mi casa. — Volvió a mirar a su alrededor y se lamentó. — No pude ser verdad esto.

—Oh, claro que sí —dijo Anita, dándole una palmadita en la espalda—. Y apenas vamos comenzando.




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