Papá de imprevisto

Capítulo 2 No eres mi tipo

—Clara, por favor, no me mires así. Solo fue… ya sabes, lo que fue.

—¿Y qué fue exactamente, Sebastián?

—Una noche. Una distracción.

Clara bajó la mirada. El viento golpeaba la terraza del edificio como si quisiera interrumpir la conversación, pero era imposible silenciar lo que acababa de escuchar. Se abrazó a sí misma, como si el frío pudiera evitar que sus palabras la cortaran por dentro.

—¿Una distracción? —susurró.

Sebastián no contestó. Estaba de pie frente a ella, impecable como siempre, con su camisa blanca sin una sola arruga, las mangas dobladas hasta los codos y ese aire arrogante que usaba como escudo.

—Sabías lo que era —añadió con tono firme, como si repetirlo hiciera que todo fuera más simple—. No podemos fingir que esto iba a convertirse en algo serio.

Clara asintió lentamente. En su mirada no había lágrimas, solo una decepción antigua, como si ya hubiera esperado ese desenlace.

—Estoy embarazada.

Silencio.

Fue como si todo el lujo de aquel penthouse se desvaneciera en un segundo. La alfombra importada, los ventanales panorámicos, las esculturas minimalistas… todo tembló con esas dos palabras.

—¿Qué? —dijo él, con una risa nerviosa.

—Estoy embarazada, Sebastián.

Él dio un paso atrás. Miró hacia otro lado. Parecía que no podía procesarlo.

—¿Y… estás segura?

—No soy idiota.

—No, no dije eso. Solo que… mierda. —Se pasó la mano por el rostro, furioso—. ¿Cómo pudiste ser tan irresponsable?

Clara lo miró, incrédula.

—¿En serio? ¿Me lo dices tú?

—Esto no puede estar pasando —murmuró él.

Fue hacia la cocina. Tomó un vaso de whisky y lo bebió de un trago. Después rebuscó en su billetera y lanzó varios billetes sobre la mesa.

—Aquí tienes. Haz lo que tengas que hacer.

Clara lo miró sin moverse.

—¿Estás pagándome para que aborte?

—No estoy "pagando". Estoy ayudándote a resolver un problema. Los dos sabemos que esto no tiene futuro. Tú y yo… no somos una pareja.

—Yo no te pedí amor. Solo creí que tenías algo de humanidad.

—Clara —dijo, harto—, no quiero sonar cruel, pero… mírate. Eres linda, sí, en una forma simple. Pero yo no me casaría contigo. No estamos en la misma liga.

Ella no respondió. Solo tomó aire y se giró hacia la puerta.

—Te equivocas —dijo con la voz quebrada—. No porque no te cases conmigo. Sino porque piensas que tu “liga” te define.

Él se encogió de hombros.

—Sé práctica. ¿Qué vas a hacer? ¿Criar un hijo sola?

—Tal vez. Pero no voy a vender su existencia por tu comodidad.

Salió sin cerrar la puerta con fuerza. No hacía falta. Lo que había quedado en esa habitación era más devastador que cualquier portazo.

La noche cayó como un telón que ocultaba culpas. Sebastián encendió la música, bebió más de la cuenta, como si pudiera borrar todo lo que había dicho.

Afuera, la ciudad se adormecía bajo un cielo sin estrellas.

Se dejó caer sobre el sofá y se quedó dormido.

Y entonces lo escuchó.

—Papá… el Creador dice que ya es hora.

Tum. Tum. Tum.

Un golpe suave. Breve.

Frunció el ceño. Silencio.

Se incorporó del sofá con fastidio.

Camina hacia la puerta. Cada paso se siente más denso que el anterior. Sus sentidos aún nublados por el alcohol. La luz del pasillo titila, como si la noche misma contuviera el aliento.

Llega a la puerta.

Y extiende la mano hacia el picaporte…

—¿Qué…? ¿Te perdiste? —balbuceó Sebastián, sobándose la sien.

—No. Te estaba esperando —dijo ella con una calma desconcertante—. Mi nombre es Anita. Y tú eres el objetivo número 43.




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