—¡Basta! —gritó Sebastián, todavía medio dormido y con la cabeza a punto de explotar.
Los niños se detuvieron al instante. Lo miraron con una mezcla de sorpresa y lástima.
—Uy, papá está de mal humor —susurró la niña.
—Debe ser por lo de anoche —añadió el niño, como si compartieran un secreto.
Sebastián se sentó en la mesa, boquiabierto. Frente a él, un desayuno completo: tostadas con mantequilla, jugo de naranja, leche derramada, y un tazón con cereal flotando en café. No supo si reír o llorar.
Clara se fue y lo dejó con los niños.
— ¿A dónde vas? — le preguntó al verla tomar sus cosas para salir de la casa.
— A trabajar a dónde más tontito. — le dijo y antes de irse le envió un beso con la palma de la mano. — No te demores.
Él se quedó perplejo, aun asimilando la realidad.
— Ya estoy lista papá. — le dijo Anita luciendo unas coletas perfectas y un uniforme.
—No me llames así —dijo Sebastián, frotándose las sienes—. No eres mi hija. Ninguno de ustedes lo es.
Los tres niños se miraron. Anita suspiró como si estuviera hablando con un paciente testarudo.
—¿Todavía no lo entiendes?
—¡No entiendo nada! —gritó, levantándose de golpe—. Anoche abrí la puerta y tú estabas ahí. Luego... me desmayé. Y ahora, estoy aquí, en esta… pesadilla suburbana, con tres mocosos que no conozco y una mujer que dice ser mi esposa.
—Tu esposa se fue al hospital —informó Anita con calma—. Turno doble. Tú nos llevas al colegio hoy.
Sebastián se acercó a la ventana. Autos normales. Casas normales. Nada de rascacielos, ni penthouse, ni vistas al río. Ni señales de su antigua vida.
—Esto es un sueño. Un coma. Una broma macabra. ¿Dónde están las cámaras? ¿Quién está detrás de esto?
Anita se cruzó de brazos.
—¿Qué edad crees que tengo?
—¿Qué? ¿Qué importa eso?
—Contesta.
—Diez. Tal vez once.
—Exacto. ¿Y tú crees que una niña de diez años podría organizar todo esto? ¿Manipular tu conciencia, construir un barrio completo, contratar actores infantiles y convencer a Clara de que te bese en la frente mientras duermes?
Sebastián tragó saliva.
—Fue un beso.
—Uno de los tiernos —dijo Anita, sonriendo con nostalgia.
—Esto es absurdo. No voy a jugar a la casita.
—No tienes elección.
—¿Cómo que no?
—Porque esto no es un juego.
Mateo se acercó con su mochila arrastrando por el suelo.
—Papá, se nos hace tarde. Hoy hay clase de gimnasia y no quiero ser el último en llegar.
—¡Yo quiero ir adelante en el auto! —gritó Sofía.
—¡No, yo! ¡Es mi turno!
Anita los interrumpió con un gesto autoritario.
—¡Los tres al coche, ya!
Los niños salieron corriendo. Sebastián se quedó quieto, esperando que todo desapareciera como una alucinación.
Pero no pasó.
—Te explicaré en el camino —dijo Anita, colgándose la mochila.
—¿El camino a dónde?
—A la escuela. Vamos, papá. Te toca manejar.
Papá. Otra vez esa palabra.
El interior del auto olía a crayones derretidos y galletas vencidas. Sebastián se sentó al volante como si estuviera por operar maquinaria nuclear.
—¿Y si no los llevo? ¿Y si simplemente... me largo?
Anita lo miró desde el asiento del copiloto.
—No puedes huir.
—¿Por qué no?
—Porque no hay a dónde ir. No en esta dimensión.
Sebastián giró el rostro lentamente.
—¿Disculpa?
—Estás en una realidad alternativa. Una versión de tu vida que pudo haber sido… si hubieras elegido distinto.
—¿Esto es una lección? ¿Un castigo?
—Llamémoslo… una oportunidad.
Encendió el auto. Aún con las manos temblorosas, comenzó a conducir.
—Entonces, según tú, ¿soy parte de un experimento?
—Algo así.
—¿Y tú qué eres? ¿Una enviada divina? ¿Un ángel?
Anita lo miró de reojo.
—Digamos que tengo una misión. Ayudarte a entender lo que ignoraste toda tu vida.
—No necesito entender nada. Necesito volver a mi vida. A la real.
—Para eso, hay un camino.
—¿Cuál?
—Diez tareas.
Sebastián frenó en seco el auto, pero los niños estaban bien asegurados así que lejos de asustarse se rieron bien alto.
—¿Tareas? — le preguntó volteándose a verla.
—Sí. Pruebas que deberás cumplir como padre, esposo, humano. Cada una te va a enfrentar con algo que evadiste. No todas serán difíciles. Pero ninguna será cómoda.
—¿Y si me niego?
Anita lo miró con una sonrisa amable.
—Entonces te quedarás aquí. Para siempre.
Los niños en el asiento trasero comenzaron a cantar una canción sobre un gato que se convierte en rana. Sebastián cerró los ojos con fuerza.
—No puede estar pasando esto.
—Está pasando. — le dijo ella con una voz melodiosa y sacarrona.
—Esto no es justo. — dijo él más para sí mismo que para ella.
—No lo es. — le respondió ella centrada en sus propios recuerdos.
—No me lo merezco. — dijo sintiendo lástima de si mismo y escuchando sus propios pensmientos.
—Mmmm..., sí te lo mereces.
La parecía una fortaleza de ladrillos con un ejército de niños corriendo en círculos. Sebastián estacionó, todavía en shock.
Anita bajó y abrió la puerta trasera.
—Vamos, pequeños monstruos. Hora de ser educados.
Sofía le lanzó un beso a Sebastián. Mateo lo miró serio.
—Papá… si nos vemos en el recreo, ¿me puedes prestar cinco pesos?
—¿Para qué?
—Para comprar chicles. Son mágicos. Hacen que te guste la clase de matemáticas.
Antes de que pudiera responder, ya estaban corriendo al patio.
Anita se detuvo en la acera, lo miró con ojos serenos y sabios.
—Hoy no tienes ninguna tarea oficial. Solo..., piensa.
—¿Pensar en qué?
—En lo que has perdido. En lo que podrías ganar.... — le dijo rolando los ojos.
—Esto es una locura. — seguía sin creerlo.
—Y apenas comienza... — le respondió ella algo molesta.