—¿Tú estás demente? —dijo Sebastián, con el tono de quien acaba de descubrir que está atrapado en una pesadilla navideña sin salida.
Anita, sentada en el comedor con un chocolate caliente entre las manos, solo levantó una ceja.
—No es tan complicado. Te pones el traje, vas a la escuela, te sientas en una sillita ridícula, y escuchas a niños pedir cosas imposibles mientras intentan arrancarte la barba. — le dijo mientras una de sus manos descansaba en su rostro.
—¡¿Eso no es tan complicado?! —Sebastián alzó el traje rojo con dos dedos, como si fuera una prenda infectada—. Esto huele a bolas de naftalina y a fracaso emocional.
—Es el mismo que usó el director Rodríguez el año pasado —explicó Anita, sorbiendo su taza—. Se desmayó por el calor y vomitó sobre una elfa de tercer grado. Fue legendario.
El recuerdo le causaba alegría en su cabeza.
—¿Y a mí qué me importa ese tal Rodríguez? — le dijo molesto.
—Ahora tú eres el nuevo Santa. Bienvenido a tu primera tarea.
Sebastián se dejó caer en la silla, hundido en su tragedia personal.
—¿Y si no voy?
—Te vas a quedar atrapado aquí para siempre —dijo Anita, sonriendo como si hablara de un paseo al parque—. Vas a envejecer aquí, vas a tener que aprender a preparar loncheras balanceadas, a asistir a funciones escolares y a explicar las fracciones con plastilina.
Un silencio cargado de horror se apoderó de Sebastián.
—Dame el gorro —murmuró.
La escuela era un hervidero de niños en modo Navidad descontrolada. Había renos con cuernos torcidos, duendecillos con calcetas disparejas, y una niña vestida de estrella literal que no podía girar en pasillos angostos sin causar accidentes.
Sebastián caminó con el saco rojo mal abrochado, el cinturón torcido y la barba cayéndosele por un costado.
—No respiro con esto —refunfuñó, jadeando bajo el gorro—. ¿Quién inventó que Santa debe usar terciopelo en verano?
—Es invierno —dijo Anita—. Solo que aquí hace calor.
—¿Esto es Perú o una dimensión de castigo?
Anita lo ignoró y lo empujó hacia la tarima.
—Listo. A tu trono.
El trono era una silla de plástico cubierta con papel aluminio y escarcha. Enfrente, una fila de treinta niños formados como si esperaran su turno con una celebridad de Instagram.
La maestra, una mujer con suéter de renos luminosos, anunció con voz alegre:
—¡Niños, denle la bienvenida a Papá Noel!
Sebastián alzó una mano floja. Nadie aplaudió. Un niño gritó:
—¡Ese no es Papá Noel! ¡Ese es el papá de Anita, el que se olvidó del Festival de Primavera!
Silencio total. Sebastián intentó una sonrisa.
—Ho… ho… ho… ¿niños?
La primera niña de la fila, con coletas enormes y una mirada inquisidora, se plantó frente a él.
—¿Dónde dejaste a los renos? —le preguntó con algo de disgusto.
—Están en… mantenimiento. Cambio de aceite y eso. — le dijo fingiendo que ser
Papá Noel.
—¿Y por qué tu barba está suelta? ¿Eres un Papá Noel trucho? — le volvió a preguntar la niña con indiscreción.
—No, no… es una versión... moderna. Estilo libre.
—¿Entonces sí eres falso?
Sebastián sudaba como pollo rostizado.
—¡Siguiente niño, por favor!
Llegó un niño con lentes y voz nasal.
—¿Dónde naciste? ¿Dónde vives? ¿Cuál es tu RUC?
—¿Mi qué?
—Registro Único de Confiabilidad. ¡Quiero saber si eres un Santa autorizado!
Sebastián lo miró con desesperación. Anita, desde el fondo, le guiñó un ojo y se encogió de hombros.
—Improvisa.
Cinco niños después, Sebastián ya había sido acusado de ser un impostor, un duende crecido y, en un momento de absoluto surrealismo, el ladrón de los regalos de la Navidad pasada.
—¡Mi tren desapareció el año pasado! ¡Fuiste tú!
—¡Nunca estuve aquí! ¡Te juro que no robé tu tren! —gritó Sebastián, defendiéndose como si estuviera en juicio.
—¡Tranquilos todos! —intervino la maestra—. ¡Vamos con una dinámica!
Sebastián suspiró aliviado. Dinámica sonaba a descanso.
—Cada niño podrá hacerle una pregunta a Papá Noel —dijo la maestra—. Pero debe ser una pregunta profunda, que revele su verdadera identidad.
Sebastián se quedó helado.
—¿Perdón?
La primera niña levantó la mano.
—¿Cuál es tu recuerdo más triste?
Sebastián abrió la boca. Cerró la boca. Tragó saliva.
—Una vez… estuve solo en Navidad. Nadie llamó. Nadie vino. Ni una tarjeta.
Los niños lo miraron con ojos grandes. Uno dijo “ohhhh” con dramatismo.
—¿Y qué hiciste? —preguntó otro.
—Encendí la televisión. Vi “Mi Pobre Angelito”. Me comí un pavo congelado que pedí por delivery.
—¿Solo?
—Solo.
Un silencio cargado de lástima envolvió la sala.
—¡Pobre Santa! —gritó una niña—. ¡Hay que abrazarlo!
Y antes de poder evitarlo, Sebastián fue tragado por una ola de brazos pegajosos, cabezas despeinadas y manos que olían a gomitas de fresa.
—¿Sabes qué? —dijo Anita horas después, mientras caminaban a casa—. Lo hiciste mejor de lo que esperaba.
—Casi muero asfixiado por un enjambre de niños sentimentales.
—Pero no huiste.
—No porque no quisiera. Esos niños eran más intensos que una junta de accionistas.
—¿Y cómo te sentiste cuando te abrazaron?
Sebastián se detuvo. No respondió de inmediato. El momento se había tornado serio de repente.
—Extraño. Como si… no fuera tan desagradable.
—¿Como si valieras algo?
—No exageres. Solo fue… menos horrible de lo que imaginé. — exhaló algo incómodo.
Anita sonrió.
—Felicidades, Santa. Primer paso completado.
—¿Cuántos me faltan?
—Nueve.
Sebastián se dejó caer en el sillón al llegar a casa, aún con la barba torcida.
—Dios mío… voy a morir con glitter en los pulmones.
Anita se rio y caminó hacia la cocina.
—Prepárate. El árbol de Navidad viene con instrucciones… y con Sofía.