Papá de imprevisto

Capítulo 5 El arbolito de navidad

Sebastián amaneció con una sensación extraña en el pecho. No era culpa, definitivamente no era responsabilidad. Tal vez… gases. Sí, seguro había cenado algo con mayonesa dudosa. Nada que no se curara ignorando su existencia.

Bajó a la cocina y encontró a Sofía en pijama de unicornio, sentada en la encimera, comiéndose un panqueque que alguien (esperaba que no él) había hecho en forma de corazón.

—Buenos días, Santa —dijo la niña con una sonrisa diabólica.

—No me llames así. Ya pasó. Fue ayer. Está enterrado. — le dijo haciendo gestos de cierre con las manos.

—Tu barba está colgando de la lámpara —señaló.

Sebastián miró hacia arriba. Ahí estaba: blanca, torcida, y con lo que parecía mermelada de fresa seca. Un recuerdo tangible de su humillación pública.

Anita entró justo en ese momento, con la energía de quien desayuna ironía y sarcasmo.

—¡Papá! Estás justo a tiempo. Hoy toca armar el árbol de Navidad.

—No sabía que eso era tarea —masculló.

—¿Y tú creías que el castigo divino era solo un disfraz y un par de preguntas filosóficas? Qué adorable.

—¿Qué tan grande es el árbol?

—Debe ser el más alto del barrio —dijo Anita—. Y tiene que tener adornos hechos a mano.

—¿Hechos por quién?

—Tú.

Sebastián soltó una carcajada. Una de esas secas, sin humor real.

—Mira, niña mágica del más allá: yo contrato gente para decorar. ¿Quieres nieve falsa? ¡Pum! Tarjeta. ¿Luces sincronizadas con la voz de Terry Perry cantando? ¡Pum! Tarjeta.

—Aquí no hay tarjeta. Solo hay tijeras sin filo, escarcha, y una niña obsesionada con una estrella real.

Sebastián giró hacia Sofía, que le devolvió una mirada llena de dulzura y amenaza al mismo tiempo.

—¿Estrella real?

—Que brille de verdad —dijo ella—. Si no brilla, el árbol está muerto por dentro. Como los ojos de un cactus.

Sebastián no supo cómo responder eso. Anita ya le tendía una caja.

—Aquí tienes papel, pegamento, hilos, brillantina… y mucha fe.

—¿No debería estar trabajando o algo?

—¿Qué trabajo? Eres padre de tiempo completo. Lo firmaste cuando abriste la puerta. Lo siento, reglas del universo.

Montar el árbol no fue un evento, fue una batalla campal.

Primero, las ramas parecían tener vida propia. Mientras Sebastián las conectaba, Mateo trepaba por ellas como un mono hiperactivo con una misión secreta.

—¡Mateo, bájate de ahí!

—¡Estoy decorando desde adentro!

—¡No eres una ardilla! ¡Eso es peligroso!

—¡Soy una ardilla de Navidad!

Sebastián se llevó una mano al rostros, mostificado y de pronto levantó la cabeza ya abrió los ojos, asombrado.

— Soy... un... papá... — dijo con una mezcla de horror y desagrado.

Sofía, mientras tanto, había tomado el rol de directora artística.

—Ese lazo está torcido. ¿Tienes idea de lo que es la simetría?

—Tengo una vaga noción… muy vaga.

—Entonces bórrala de tu mente y haz lo que te digo.

Anita, sentada en el sofá como la jefa de producción, tomaba notas.

—Ese adorno parece un tumor —comentó—. Ese otro es claramente un insulto al buen gusto.

—¡Estoy haciendo lo que puedo!

—Lo dudo —dijo sin levantar la vista.

En algún momento, Sebastián tuvo brillantina en la nariz, pegamento en los dedos y dos botones incrustados en el talón porque Sofía decidió hacer muñecos de trapo “con personalidad”.

El árbol, sin embargo, comenzó a tomar forma. Extraña, sí. Como si hubiese sido decorado por el equipo creativo de un circo. Pero forma, al fin.

Cuando cayó la noche, Sebastián se dejó caer en el sofá. Tenía la camisa manchada, el cabello pegado con algo que esperaba no fuera silicona, y las manos llenas de pequeños cortes de papel.

—Ya está. Árbol decorado. Árbol horrible, pero decorado. ¿Qué sigue? ¿Una estrella robada del cielo?

Sofía apareció con una caja pequeña. Al abrirla, Sebastián vio una estrella de papel aluminio, cables y una batería extraída de un viejo juguete.

—La hice yo —dijo ella—. Brilla… un poco.

— ¿En serio la hiciste tú? — se quedó extrañado. — ¿A caso eres una especie de niña genio.

Sofía se encogió de hombros.

— Cualquier puede hacer papá, es ciencia básica por el amor de dios.

Encendió el interruptor. La estrella parpadeó con una luz débil y temblorosa, como un anciano con resfrío. Sebastián no pudo evitar sonreír.

—Está… perfecta. — le dijo a Sofía.

—¿De verdad? — le preguntó la niña abriendo los ojitos como si él le estuviera regalando un caramelo.

—Brilla más que mis expectativas. — le dijo riendo y no pudo dejar de notar la cara de satisfacción de la pequeña y eso le causó algo calientito dentro de su pecho.

Sofía lo abrazó de golpe, apretándolo fuerte.

—¡Gracias, papá!

La palabra se le clavó como un gancho suave. “Papá”. Era la cuarta vez que lo escuchaba. La primera fue cuando se despertó en la vida que no era suya y la tercera fue cuando Mateo lo llamó así por error, en la escuela. Pero ahora… había cariño.

Y no lo odiaba.

Anita, desde el fondo, asintió con seriedad.

—Buen trabajo. Pero aún falta encender las luces exteriores y ganar la competencia del vecindario. — le dijo ella evadiendo lo que acababa de suceder.

—¿Competencia?

—¿No te lo dije? El árbol debe ser el más grande y ganar el concurso del barrio. Hay jurado y todo.

—Voy a prender fuego este vecindario.

—Con actitud así, podrías perder puntos de carisma.

Sebastián salió al jardín con una escalera, luces enredadas y la dignidad colgando de un hilo. Literalmente, porque una de las luces se le enganchó en el pantalón y casi se cae desde el techo.

Cuando por fin encendió el interruptor, todo titiló de forma intermitente, como una discoteca con epilepsia.

—¡Es un milagro de Navidad! —gritó Mateo.

—¡Es horrendo, pero brilla! —gritó Sofía.

—Es tu estilo. Caótico, pero tiene chispa —dijo Anita.




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