El sonido del timbre rompió la calma recién adquirida en la casa.
—¿Ahora quién…? —dijo Sebastián, secándose las manos con el delantal, aún con olor a ajo quemado.
Mateo fue el primero en correr a la puerta, seguido por Sofía, quien arrastraba su oso de peluche como si también tuviera derecho a participar en el misterio.
Clara los alcanzó justo antes de que abrieran.
—¡No tan rápido! —dijo, demasiado tarde.
La puerta se abrió de par en par, y en el umbral apareció una mujer de cabello perfectamente alisado, labios tensos y mirada inquisidora. Vestía como si viniera de una sesión de fotos de catálogo de té fino.
—¡Mamá! —exclamó Clara, fingiendo entusiasmo con habilidad de actriz consumada.
Sebastián sintió cómo algo frío le corría por la espalda.
—¡Sorpresa! —dijo la mujer con una voz que sonaba como si cada palabra le costara una onza de energía vital—. Pensé en pasar a saludar… y ver a los niños. Y a tu esposo, claro.
Sebastián se aclaró la garganta.
—Hola, suegri… señora… señora suegra.
La mujer lo observó de arriba abajo, con una expresión que mezclaba evaluación y decepción. Luego olfateó el aire.
—¿Y ese… aroma?
—Cena casera —respondió Clara con una sonrisa apretada.
—¿Tú cocinaste?
—No. Sebastián lo hizo.
Hubo un silencio absoluto y Mateo rompió la tensión.
—¡Papá casi prende fuego a la cocina, pero salvó las albóndigas del apocalipsis!
Sofía asintió como si fueran palabras sagradas.
—Y su postre sabe a… ¿cómo dijiste?
—A amor —dijo la pequeña, cerrando los ojos dramáticamente.
La suegra frunció los labios.
—¿Sebastián? ¿Cocinando?
—No solo cocinando —dijo Anita desde el fondo—. También aprendiendo.
La mujer la miró. Entrecerró los ojos. Luego volvió su atención al yerno.
—Entonces hagamos esto interesante.
—¿Cómo… interesante? —preguntó Sebastián con suspicacia.
—Una competencia. Tú y yo. Receta improvisada. Evaluación familiar. ¿Qué dices?
—¿Competencia de cocina… con usted?
—¿Te da miedo perder contra una señora de sesenta con artritis?
—¿Tiene artritis?
—No. Pero eso hace que si pierdes, sea más humillante.
Media hora después, la cocina había sido dividida simbólicamente con cinta adhesiva. De un lado: Sebastián, con delantal de unicornios cortesía de Sofía. Del otro: la suegra, con una elegancia que intimidaba hasta los cubiertos. Los jueces: Clara, Anita, Mateo y Sofía.
Sebastián, sudando más que en un sauna, trataba de improvisar una receta con lo que tenía a mano.
—¿Tienes idea de lo que estás haciendo? —susurró Clara mientras él intentaba batir algo que se resistía a ser batido.
—¿Alguna vez tuve idea de algo?
—Bien. Al menos eres consistente.
La suegra, mientras tanto, picaba cebolla como un chef profesional.
—¿Siempre fue así de eficiente? —murmuró Sebastián.
—Una vez la vi arreglar un enchufe mientras horneaba un pastel. Me aterra y la amo. No sé cómo se puede todo eso al mismo tiempo.
—¿Y por qué me odia tanto?
—Te considera inmaduro, narcisista y sin propósito.
—Bueno, al menos es honesta. — dijo confundido.
Clara lo miró, esta vez con ternura.
—Pero te está observando, ¿sabes? Tal vez solo espera que le des un motivo para cambiar de opinión.
Sebastián tragó saliva. Luego añadió una pizca más de sal a la mezcla. Por si acaso.
Treinta minutos después, los platos fueron servidos.
La suegra presentó un soufflé de espinaca y queso gruyère con una salsa de albahaca casera.
Sebastián presentó… una especie de lasaña de pan de molde, jamón, queso, huevo batido y algo que él llamó “crema mágica”. (En realidad, era yogurt con mayonesa y esperanza).
Mateo fue el primero en probar.
—Mmm… el tuyo tiene sabor de… almuerzo de escuela, papá.
Sofía, con la boca llena, dio su veredicto:
—La abuela gana en sabor… pero el de papá tiene forma de dinosaurio.
—¡Es verdad! —gritó Mateo—. ¡Dinosaurio gana!
Anita, impasible como siempre, probó ambos. Hizo una pausa.
—Punto para la abuela en técnica. Punto para papá en originalidad. Punto extra para ambos por no haber intoxicado a nadie.
Clara fue la última en probar.
Primero el soufflé. Luego la “lasaña creativa”.
Cuando levantó la mirada, Sebastián sostuvo la respiración.
—¿Y bien? —preguntó la suegra.
—El soufflé está perfecto. Como siempre. Pero el de Sebastián…
—¿Sí?
—Sabe a esfuerzo. Y eso también alimenta.
La suegra chasqueó la lengua, no del todo descontenta.
—Supongo que tienes razón.
Al final de la noche, cuando los niños estaban dormidos y la cocina en ruinas otra vez, Clara se acercó a Sebastián.
—Hoy me sentí orgullosa de ti.
—¿Por sobrevivir a tu madre?
—Por no rendirte. Aunque sabías que ella era mejor.
—Lo hice por los niños.
—Claro que sí. —Clara se inclinó y le besó la mejilla—. Pero también, un poquito, por mí.
Sebastián no respondió. Solo sonrió.
Y por primera vez en mucho tiempo… esa sonrisa no fue de burla, ni de ironía.
Fue real.
Fue de él.
Y fue por ella.