Papá de imprevisto

Capítulo 11 En la guardería

Aunque Sebasián mostraba señales de su cambio dentro de él seguía esa persona arrogante insoportable de siempre y esa mañana estaba casi fuera de si al escuchar la próxima tarea que Anita le había puesto.

—No. No. No. ¡Definitivamente no! —gritó Sebastián, dando un paso atrás, esta tarea si que no la haría..., bueno al menos intentaría que Anita la cambiara.

—Es solo un grupo de niños de preescolar —dijo Anita con una sonrisa traviesa, mientras le ponía una mochila ridículamente colorida en las manos—. Trece para ser exactos. Contando a Tomás, que..., muerde.

—¿Muerde? ¿Qué clase de criatura es Tomás? — Le preguntó extrañado.

—Un niño muy expresivo. —Anita le constestó encogiéndose de hombros como si fuera algo complatamente normal.

Anita lo empujó suavemente hacia la entrada de la guardería,. El edificio era colorido, decorado con figuras de animales y letras gigantes, pero en los oídos de Sebastián todo sonaba como una sentencia de muerte. A su alrededor, decenas de niños correteaban, chillaban y lanzaban objetos; era un manicomio, una zona de guerra contra zombies.

—¿Cuál es la maldita lógica de esta dimensión? —susurró, mientras una pelotita de goma lo golpeaba directo en la frente—. ¿Por qué no puedo tener una tarea tipo: “pasar el día en un spa reflexionando sobre la paternidad”?

—Porque eso no te transforma —respondió Anita, como si leyera sus pensamientos—. Y porque aquí no eres millonario. Que va, estás en banca rota y te convestiste en papá de casa.

— Ya, ya no hace falta que me humilles tanto... — le dijo levantando la mano en sonde paz.

Una mujer bajita y energética, con delantal estampado de unicornios, apareció frente a él.

—¡Sebastián! ¡Qué bueno que llegaste! Hoy te toca cuidar la Sala de los Ositos —dijo la señora sin dejar de sonreír, mientras le colgaba un silbato en el cuello, pero obviamente era una sonrisa fingida.—. ¡Buena suerte!

Antes de que Sebastián pudiera protestar, fue empujado dentro de un aula donde una estampida de niños lo recibió como a un forastero en tierra salvaje. Uno de ellos, con una camiseta de dinosaurio y la mirada de un preso fugado, se le subió a la pierna.

—¡Tú eres el nuevo profe! ¿Sabes hacer fuego con palitos? —gritó.

—¿Qué? ¡No!

—¡Entonces no eres un verdadero adulto! — inquirió levantando una ceja.

Otra niña se acercó llorando porque “su galleta tenía una esquina rota” y otro niño exigía que le resolvieran una disputa legal con su peluche por “no dejarlo dormir anoche”.

Sebastián respiró profundo. O lo intentó.

—Ok… voy a improvisar. Como en mis fiestas de fin de año. —intentó darse ánimos, aunque no tenía esperanzas de salir ileso de esa situación.

Minutos después, Sebastián tenía la cabeza metida en una caja de disfraces buscando algo que calmara la revuelta que acababa de desatar al confundir plastilina con pasta dental. Cuando logró sacar la cabeza, tenía una peluca verde fosforescente colgándole de la oreja y dos pegatinas de rana en la frente.

—¡Hora del cuento! —gritó como quien lanza una bengala en el mar.

Todos lo miraron. Silencio absoluto. Por tres segundos. Algo que hizo que Sebastián agradeciera enormente.

—¿Es un cuento de terror? —preguntó un niño bajito con voz aguda.

—Eh… sí. Terror. Absoluto. —le contestó Sebastián con una voz misteriosa.

Improvisó una historia sobre un dragón que tenía miedo a los niños gritones y se convertía en gelatina cada vez que alguien decía “¡pum!”. Funcionó por exactamente cinco minutos… hasta que uno de los niños descubrió que "¡pum!" era hilarante.

Sebastián intentó todo: origami (desastre), canciones (uno se tapó los oídos y gritó "¡me sangran!"), y juegos con bloques (Tomás usó uno como proyectil). Anita, desde la puerta, lo observaba sentada como una crítica de arte disfrutando una ópera caótica.

—¿Algún consejo útil? —suplicó Sebastián durante un receso en el patio.

—Intenta hablarles como si fueran adultos. Como tú cuando negocias con tu contador.

—¿Y qué se supone que les diga? ¿Que diversifiquen su portafolio y que los dulces no son activos líquidos?— le dijo con amargura.

—Exactamente eso. —Se quedó pensativa— ¡Pero con dibujos.!

Sebastián entrecerró loa ojos y se quedó pensativo, no era mala idea, quizás así lograra conectar con ellos.

Después del recreo, todo se salió de control. Una guerra de pintura estalló cuando Mateo, que había aparecido de sorpresa con su grupo, decidió que el arte debía ser “más expresivo” y vació un tarro de témpera roja sobre la cabeza de Sebastián quien sonrió y trató de no gritar como loco.

—¡Es arte moderno! —gritó el niño.

—¡Es una tragedia capilar! —respondió Sebastián, mientras intentaba limpiarse con una toalla que tenía forma de unicornio. —Nunca había tenido mi pelo así, jamás en la vida hubiera pasado tiempo en una escuela con..., niños.

En algún punto, uno de los niños encerró al muñeco de práctica de primeros auxilios en un armario y declaró que era un “monstruo que devoraba adultos aburridos”. Sebastián decidió que no iba a discutir con eso. Quián estuviera viendo por una rajanura podría llorar de lástima hacia Sebastián. Y por supuesto, ningún maestro de otro salón se acercaba siquiera para preguntarle si necesitaba algo. Él estaba a punto de salir corriendo por el pasillo como un loco, diciendo que esa no era su dimensión. no le importaba lo que sucediera, quizás vivir en las calles no fuera lo más horrible del mundo.

Pero entonces, ocurrió algo raro.

Una niña muy tímida, que no había dicho una sola palabra en toda la mañana, se le acercó con una hoja de papel. En ella había dibujado a Sebastián, con capa y todo, cargando a los niños como un superhéroe.

—¿Este soy yo? —preguntó él, sorprendido.

Ella asintió.

—Eres el Profe Superpapá.

No supo qué responder. Solo le sonrió y la abrazó torpemente, sin mancharle con pintura.




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