Papá de imprevisto

Capítulo 12 Mi otro yo

Apenas llegaban los pequeños diablillos a la casa se escuchaban los gritos de la familia..., bueno los grios de Sebastián porque rara vez escuchabas a Clara decir algo. Esa mujer tenía la paciencia de un depredador cuando asecha a su presa.

—¡No, Mateo, no metas eso en el microondas! —gritó Sebastián, corriendo hacia la cocina.

Hoy no estaba de humor para niños luego de regresar de la guardería con Anita y Mateo.

—¡Pero quería ver si las crayolas explotan! —respondió el niño mientras sujetaba la bandeja del microondas con total inocencia.

Sebastián le arrebató el puñado de lápices de colores derretidos y se dejó caer en la silla más cercana. Estaba agotado. Dolorido. Psicológicamente alterado. Y olía a témpera, marcador y... quizás a sudor de tanto correr tras Mateo de un lado a otro. Ese niño no se tranquilizaba con absolutamente nada. Era un verdadero remolino.

Habían pasado dos horas desde que volvió de la guardería, y aunque había sobrevivido a una mañana con aquellos pequeños salvajes, su verdadera batalla estaba siendo mantener su casa en pie con solo tres. Tomaba un descanso de dos minutos y luego se levantaba a supervisar lo qeu hacía cada niño.

—¿Dónde está Sofía? —preguntó mirando a Anita, que hojeaba una revista como si la vida no fuera un caos a su alrededor.

—Se encerró en el baño con un globo y dice que ahora es su castillo.— le dijo sin mirarlo a los ojos.

—Perfecto. Me encanta esta dimensión. — Anita le hizo un gesto de aburrimiento. —¿Ya dije lo mucho que me encanta?

Anita le lanzó una mirada de “sigue quejándote y te doy otra tarea”, y él se hundió más en la silla, levantó la cabeza al cielo y deseó tener en su mano una bebida de whiskey, pero en su lugar tenía un crayón verde que había encontrado en el suelo antesd e dejarse caer en el suelo.

La noche llegó envuelta en olor a sopa, risas de niños y restos de pegamento en el pelo de Sebastián. Clara llegó poco después del atardecer, agotada y con una bolsa de pan bajo el brazo. Se detuvo al verlo sentado en el suelo, con Sofía dormida sobre su pecho y Mateo abrazado a su pierna.

—¿Tú…? —empezó ella, sin poder creerlo.

—Sí. Lo hice. Sobreviví a la guardería. Sobreviví a tus hijos. Y sobreviví a mí mismo. ¿Puedo recibir una medalla o algo?— le preguntó altanero.

Clara dejó el pan sobre la mesa y se agachó a su lado. Lo miró por unos segundos, en silencio. El corazón de Sebastián latió tan fuerte que parecía un motor en plena carrera de autos. Tragó en seco y se quedó muy quieto. Posó la mirada en ella y se perdió en los ojos verdes de ella.

—¿un beso estaría bien? — le preguntó ella sonriente. — Estuviste genial, la maestra debe estar muy agradecda contigo, desde que supo la noticia de la leucemia de su hija, no ha tenido tiempo para estar en el saón y todo ayuda cuenta.

Sebastián bajó la mirada. Por un segundo, se sintió incómodo. No estaba acostumbrado a recibir agradecimientos por cosas que no implicaran un depósito bancario o una botella de vino caro.

—No sé si lo hice bien —dijo—. Pero sinceramente me divertí...

Clara rió, ahogando el sonido para no despertar a Sofía.

—¡Qué bueno! — giró la cabeza en un gesto de halago. — ¿Quieres una taza de té?

Él asintió, en silencio. La miró mientras ella se levantaba para preparar la tetera. Su cabello estaba algo desordenado, tenía ojeras… y sin embargo, la encontró hermosa. No por cómo se veía. Sino porque ella, junto a los niños, representaban lo que él había tratado de evitar tanto tiempo: una familia de verdad, de las que te dan guerra, pero también muchas situaciones felices. Ella era eso, familia, hogar, compañerismo.

—¿Y entonces qué fue lo que pasó con las finanzas? —preguntó Sebastián más tarde, mientras tomaban el té en la mesa de la cocina.

—¿Las finanzas? —repitió Clara, alzando una ceja.

— Es solo que quiero una pespectiva real y objetiva de lo sucedido. Osea necesito que me digas en donde fallé, qué hice mal... — le dijo él busacando saber más sobre lo que hizo antes.

Clara suspiró.

—Fue hace un par de meses. Dijiste que tenías “una corazonada” con esa inversión, y lo hiciste a escondidas. Perdimos bastante. Mis padres, mi padre en específico te dijo que no lo hicieras, pero aún así lo hiciste. — le dijo ella.

— Ahora soy un papá de casa. Tiene sentido.

—Como sea eso ya es pasado, superamos la crisis y estamos aquí luchando por recuperar todo de nuevo volver a tener estabilidad económica.

—No. Voy a solucionarlo. Aunque tenga que trabajar en la cafetería de peluches de Sofía.

Clara sonrió. Se acercó. Le puso una mano sobre la suya.

—Gracias.

El silencio que siguió fue diferente. No incómodo. Sino lleno de algo que a Sebastián le parecía familiar y al mismo tiempo muy extraño: era amor. Con la tensión, sublime o no, de sentir la electricidad que provoca la atracción.

—¿Sabes? —dijo ella, con la voz más suave—. A pesar de todo, nunca dejaste de estar aquí. Nunca dejaste de ser parte de esto. Y yo… te amo por eso. Incluso cuando no lo mereces.

Él parpadeó. No supo qué decir. No tenía respuestas sarcásticas. Ni excusas. Solo sintió un peso cálido en el pecho… y un leve vértigo al mirarla.

—Yo… —comenzó, pero no terminó.

Ella se apartó, sonriendo con melancolía.

—No tienes que decir nada. — Hacía tiempo que él no le decía te amo, porque no era su esposo, aunque ella no lo sabía. —Solo quería que lo supieras.

Él asintió. En silencio. Y cuando se quedó solo en la cocina, no pudo evitar mirarse en el reflejo de la ventana.

¿A quién estaba empezando a ser?

A la mañana siguiente, Sebastián despertó con una extraña emoción. Tal vez era ansiedad. Tal vez, curiosidad. Caminó hacia la cocina con los pies descalzos, sin saber qué esperar del día.

Anita lo esperaba sentada, desayunando cereal con una cuchara torcida.

—Feliz jueves —le dijo, como si tal cosa fuera motivo de fiesta.




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