El sol comenzaba a caer sobre la línea del horizonte, tiñendo el cielo con tonos naranjas y rosados. El mar, sereno, rompía con suavidad en la orilla, mientras los niños corrían descalzos sobre la arena, gritando, riendo, cayendo y levantándose de nuevo.
—¡Sofía no metas arena en los sándwiches! —gritó Mateo, mientras una gaviota sobrevolaba su cabeza.
Sofía respondió con una carcajada. Anita estaba cerca, sentada en una toalla con un cuaderno en las piernas, como siempre, escribiendo cosas que solo ella entendía. Sebastián la observó desde la distancia, como si esperara que en cualquier momento ella se levantara a darle otra orden en clave.
Pero no. Hoy no era día de tareas. Hoy… era solo una fiesta en la playa. Después del aniversario, que había sido por todo lo alto, con regalos fuera de lo común, Anita había decidido que necesitaba un desacnso de todo el sistema de tareas.
—¿Tú hiciste esto antes? —preguntó Sebastián, acercándose a Clara, que sostenía una hielera en los brazos.
—¿Qué cosa? —respondió ella, sin mirarlo directamente.
—Una fiesta así, con todo este caos tan.
Clara soltó una pequeña risa.
—Antes no te gustaban estas cosas. En las fotos siempre salías con cara de “¿quién me obligó a estar aquí?”
—¿Y ahora?
Ella levantó la mirada, como evaluándolo. Era un gesto que empezaba a conocer en ella: escudriñarlo no solo con los ojos, sino con el corazón.
—Ahora… pareces alguien más.
La frase quedó flotando entre ellos. Sebastián no supo si sentirse aliviado o asustado. Era cierto. Él era alguien más. Y sin embargo, esas palabras le dolieron. Porque por primera vez, deseaba que no fueran del todo verdad. Que no existiera otro "yo" que volvería n cuanto él terminara las tareas.
Más tarde, con la fogata encendida y las luces colgantes tintineando sobre unas palmeras cercanas, los niños se habían rendido al sueño. Anita los tapaba cuidadosamente en una manta grande, mientras Clara y Sebastián se quedaron sentados en la arena, a cierta distancia, viendo el fuego bailar.
—Últimamente estás… lejos —dijo ella de pronto, mirando las llamas.
—¿Lejos? Estoy aquí mismo.
—No de cuerpo, Sebastián —susurró—. De alma. A veces siento que te miro y hay una parte de ti que no está aquí conmigo… además cuando... estamos solos, no es lo mismo.
Él se quedó callado. Porque era verdad. Y no podía explicarle que no era él.
—Lo siento —dijo al fin—. Estoy intentando… hacer las cosas bien y... ¡Espera! Cuando estamos solos... soy diferente malo o diferente...
Ella lo miró y soltó una carcajada.
— Es diferente, eso es todo... .— hizo una pausa.
El silencio se instaló otra vez, pero esta vez era cómodo. De esos silencios que uno solo puede tener con alguien que conoce bien… o que está empezando a conocer de verdad.
—Ven. — le dijo él riendo.
—¿A dónde?
—No seas aguafiestas. Ven conmigo.
Ella aceptó la mano, curiosa. Él la llevó a la parte de la playa donde la arena estaba más firme. Con el mar de fondo y las estrellas saliendo una a una, él sacó de su bolsillo un pequeño altavoz, lo encendió, y comenzó a sonar una melodía suave, una balada antigua que no reconocía, pero que le pareció perfecta.
—¿Bailamos?
—¿Aquí?
—¿Dónde si no? Es una fiesta, ¿no?
Ella rió. Una risa verdaderamente hermosa.
—Eres un tonto —dijo.
—Lo sé. Pero hoy… soy tu tonto.
Comenzaron a moverse lentamente, con los pies hundiéndose apenas en la arena, los cuerpos cerca pero no demasiado. Al principio ella titubeó, pero luego apoyó la cabeza en su pecho.
Y fue entonces cuando todo se detuvo.
El mundo, el fuego, el mar… solo estaban ellos dos.
Sebastián bajó la mirada. Clara lo miraba también. La besó.
Fue un beso breve, suave, apenas un suspiro. Pero bastó.
Cuando se separaron, sus frentes quedaron juntas, respirando el mismo aire. Clara no dijo nada. Solo cerró los ojos un instante, como si no quisiera que terminara.
Y entonces Sebastián susurró:
—Así fue como te vi la primera vez. —le dijo recordando cuando la conoció en su dimensión.
Ella abrió los ojos, confundida.
—¿De qué hablas?
Él sonrió, con tristeza, con ternura.
—Tal vez tú no lo sepas. Pero yo sí.
A lo lejos, Anita los observaba desde su manta. Sus ojos brillaban con esa sabiduría antigua que no correspondía a una niña. Miró al cielo estrellado y susurró:
—Lo estamos logrando.