Papá, no quiero casarme.

Capítulo 4: Ella y Él.

Don Alfonso nunca había estado tan seguro en su vida o al menos pensó eso en ese momento. Luego pensó que estaba exagerando y que solamente estaba seguro.

Estaba sentado con una taza de té en sus manos mientras veía el cofre donde se encontraban las cenizas de su difunta esposa. Esta no era algo de lo que él simplemente debería saber, así que se lo conversó a su esposa.

Tomo el cofre en sus manos y hablo con ella. Pensó que tal vez podría escucharlo de donde quiera que esté ahora. También pensó que probablemente la estuviera molestando en su sueño eterno. Pero de todas formas se lo comentó, porque ella era su madre.

Al encontrarse con Ginger esa noche, la invitó a hablar con él donde antes se sentaban los tres juntos.

Su ausencia se notaba, esa silla vacía se lo demostraba sin ninguna pizca de compasión.

Se quedaron en silencio un largo rato. Puede que sea tan largo como para que les entumieran las piernas, tanto como para que cada uno se haya perdido en su cabeza, tanto como para acabarse la paciencia entre ellos hasta que uno de los dos rompió el silencio.

- ¿De qué querías hablar, papá?

Su padre la observó con una expresión ansiosa, preocupada y casi desesperada. Lo cual a Ginger no tardó en preocuparse. La curiosidad la invadió y levantó una ceja para demostrárselo a su padre, pero este no dijo nada.

- ¿De qué querías hablar, papá? – repitió.

Don Alfonso suspiró internamente y cerró los ojos, tratando de encontrar las palabras, las palabras que él pensaba que podrían ser correctas, pero no las encontraba, por más que buscara, no podía hallarla.

Solo sabía que debía decírselo para que ella pudiera tomar esa decisión, y al fin de cuentas, la que debía casarse era ella.

- ¡Papá! – Ginger se despertó ante el silencio de su padre.

Él volvió a abrir los ojos y la tomó de las manos.

- Ginger —dijo por fin— estoy muy preocupado por ti, yo también extraño a tu madre, no sabes cuánto ni cómo me quema el alma al ver que ya no está conmigo. A veces vengo a sentarme a ti, me recuesto sobre la mesa, he imagino como ella pasaba sus delicados dedos sobre mi cabello y la escuchaba hablar de cuán importante le habías dicho que era combinar la ropa con sus tonos y subtonos, de qué receta había visto en internet desde que aprendimos a usar la tableta que nos compraste luego de haber desconfigurado tu computadora. Imagino cómo me tomaba de la mano y, mientras caminábamos por el parque, a misa o al cine, a ver alguna película sin ti.

Ginger veía atentamente a su padre. Él estaba llorando, pero mientras sus lágrimas caían, él seguía esbozando una bonita sonrisa.

Esto hizo que Ginger llorara también, sonriendo mientras lo veía sonreír.

- El día en que naciste — continuo— ¡Ay Dios! No sabes lo contentos que estábamos, sonreíamos de oreja a oreja, bueno... más yo. Tu madre evidentemente no podía hacerlo tanto por las contracciones, le diste gran batalla, pero estaba sonriendo detrás de esa cara de dolor, lo sé perfectamente. Yo no podía soltar su mano por lo nervioso que estaba, incluso cuando el doctor me ordenaba no hacerlo. Cuando por fin llegaste a este mundo, nos sentíamos las personas más afortunadas del mundo. Y como no sentirlo, solo mírate.

Ginger trataba de sonreír y apretó las manos de su padre. Cada palabra le dolía, pero doler bien, ¿saben? Ese dolor que se siente como dolor, pero no te hace sufrir, sino que te llena el corazón.

- Y el día en que nos casamos, tú no podrías imaginar una mujer más hermosa que ella, era incluso más hermosa que tú. — Ambos rieron — Iba con su vestido blanco que le tomó dos semanas elegir, yo estuve sentado durante horas en esos recibidores de las tiendas de novias, pero valió la pena cada segundo. Cuando la vi caminando por el altar, sentí algo raro dentro de mí. Sabía que eran nervios, pero también otra cosa. Evidentemente estaba emocionado, pero no era solo emoción. Era ese sentimiento de cuanto sacas el número ganador de la lotería, ¿lo conoces?

Ginger negó con la cabeza y su padre no pudo sorprender más de lo que lo hizo.

- Entonces, querida, ve y cómprate un boleto, de esta manera me vas a entender —tomo una pausa para luego continuar —. Cuando esos ojos color avellana, que tanto me encantan, me miraron, mi corazón dio un vuelco impresionante. Fue un sentimiento en el pecho de esos buenos que te desgarran totalmente y entiendes que valió vivir cada día hasta ahora con tal de verla en ese momento. La boda me dejó más enamorado de lo que ya estaba de esa mujer. Totalmente enloquecido, por desgracia no tenía tanto que ofrecerle, no tenía una casa, ni un carro, ni dinero a por montones, pero trabajé duro cada día para que nunca le faltara que comer, que vestir o algún antojo que quisiera, pero, aunque me partía el lomo día a día, siempre supe que debía hacer más porque tu madre merecía más, merecía mucho más de lo que le ofrecí, de lo que les ofrecí a ambas. Pero no pude, y eso me carcomió siempre.

El llanto de Don Alfonso era incontrolable, que casi lo que decía no se le entendía muy bien. Ginger lo abrazó tratando de consolarlo.

- Siempre tuve lo que necesité, papá. Gracias a ti y a mamá, nunca me faltó nada y sé que ella pensaba lo mismo.

Se quedaron abrazados hasta que Don Alfonso se calmó lo suficiente para continuar.

- Cuando la conocí era una muchacha bellísima y con artos pretendientes. Trabajaba con su madre en un pequeño restaurante y yo trabajaba cerca de allí. Todos los meses apartaba dinerito para poder ir una vez por semana y comer allí. Hasta que un día se me dio el milagro de hablar con ella y platicamos un buen rato, y no me preguntes de qué, porque me muero de vergüenza.

Ginger trató de sacarle la información con la mirada y tuvo éxito.

- ¿Qué te puedo decir? Ginger, le sacaba conversación de la mosca que pasaba por delante, y no lo digo figurativamente —puso la frente en sus manos tratando de taparse la cara totalmente sonrojada—. Desde ese día, siempre que iba, platicábamos hasta que la invite a salir con una carta y un ramo de flores. Me acuerdo que ese día estaba demasiado nervioso, tanto que casi arruino el sobre de la carta con mi sudor. Y no pudo ser más vergonzosa la manera en que se la entregó. Ese día fui al restaurante, luciendo el terno de mi padre, que me quedaba demasiado grande, tanto que casi nadaba en él. Ella me miró confundida. Le di la carta y el ramo casi lanzándoselo y salí corriendo a toda velocidad. Esa misma tarde mi madre llamó a mi habitación diciéndome que alguien había dejado una nota para mí deslizándola por debajo de la puerta, era de ella. Su nota decía:




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