Veinticinco años atrás
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La tormenta caía sin piedad sobre Belle Reve.
No era la típica llovizna suave de ciudad; era una cortina de agua que transformaba los caminos de tierra en arroyos furiosos y las zanjas en pequeños ríos. William, con apenas seis años, estaba acurrucado bajo el precario toldo de la tienda de cebollas de su tía abuela, el único lugar medio seco en kilómetros a la redonda.
Sus ojos, de un azul penetrante, observaban la furia del cielo, aburrido y un poco resignado a la espera. El olor acre de la cebolla se mezclaba con el del aire húmedo, una combinación que él ya asociaba con los días de lluvia interminables.
Entonces, la vio.
Un punto de color brillante, casi irreal, apareció en el camino embarrado. No caminaba, no corría, ¡saltaba! Una niña con un impermeable amarillo chillón y unas botas de goma rojas que salpicaban el agua con cada aterrizaje. Sus risas, claras y fuertes, atravesaban el rugido de la lluvia. Era como si el agua fuera parte de su juego, un compañero de diversión. Cada charco era un desafío que ella superaba con un salto, aterrizando con un "¡Splash!" glorioso que empapaba los bajos de su impermeable.
William nunca había visto algo así.
En su mundo, la lluvia significaba quedarse adentro, trabajar, o simplemente esperar, pero esa niña... esa niña la bailaba. La forma en que sus rizos castaños saltaban con cada brinco, la luz en sus ojos mientras miraba al cielo y sonreía, la pura y desenfrenada alegría que emanaba de ella... Era como ver un pedazo de sol danzando bajo la tormenta. Era la cosita más adorable que vio.
Una sonrisa, una de esas que nacen de un asombro genuino y se extienden por toda la cara, se dibujó en los labios de William. Era la primera vez que la veía de cerca, la hija del General, la niña de la casa grande al final del amino. Y era, sin duda, lo más fascinante que había presenciado en sus seis años de vida.
Ella saltó en un charco particularmente grande frente a la tienda de cebollas, enviando una ola que casi alcanzó sus botas. Sus ojos, de un color avellana brillante, se encontraron con los de él. En lugar de avergonzarse, la niña sonrió, una sonrisa ancha y despreocupada. William, superando su timidez, le gritó por encima del estruendo del aguacero:
—¡Estás haciendo un montón de ruido! —Ella lo miró asombrada y con una sonrisa—. ¿Quieres venir a acampar conmigo y esperar a que la lluvia se canse? ¡Aquí no te mojas tanto!
La niña rio, se mantuvo lejos del toldo y lo miró fijamente, con la cabeza ladeada. Sus ojos brillaban con una picardía inesperada.
—¿Acampar dices? —preguntó, con una vocecita cantarina que lo hizo sentir mariposas en el pecho—. ¡Qué aburrido! La lluvia se cansa primero porque es una floja. Mi mami dice que hay que ser valiente, ¡no esconderse! ¡Y la lluvia es la vida!
William se sonrojó un poco, su timidez asomando.
—Pero... te vas a mojar toda.
—¡Es divertido mojarse! —exclamó ella, extendiendo una mano cubierta por la manga del impermeable—. ¡Ven! ¡El agua está calentita! ¡Parece que el cielo nos está dando un baño gigante!
William vaciló. Miró su ropa seca, sus zapatos, el agua que caía sin cesar. Él nunca había jugado así bajo la lluvia.
—No... no creo. Mi tía abuela se va a enojar si me enfermo.
La niña hizo un puchero adorable, inflando las mejillas de su cara pecosa. Tenía la piel mucho más tostada que él, pero era esa sonrisa… esa sonrisa que lo podía hacer romper las reglas.
—¡Ay, porfa! ¡Solo un poquito! ¡Mira! —Saltó de nuevo en el charco, agitando los brazos, y se rio con ganas—. ¡Es como si el suelo fuera un trampolín de agua! ¡Vamos, saltemos charcos juntos! ¡Te doy permiso para salpicarme!
William se sintió un poco abrumado por su energía. La miró a los ojos. Ella no dejaba de sonreír, invitándolo con la mirada. Había algo en ella que le hacía sentir que no podía decir que no. La fascinación, la pura luz que emanaba de ella, era demasiado fuerte.
—No... no sé... —murmuró, su voz apenas audible.
La niña suspiró dramáticamente, como si fuera la petición más importante del mundo. Iba de regreso a casa después de la escuela, y nada la hacía más feliz que dejar la escuela.
—¡Ay, dale, anímate! —dijo ella—. Si no saltas charcos, ¡nunca sabrás lo divertido que es ser un cocodrilo de agua dulce! ¡Y mira mis botas! ¡Son para esto! ¡No seas un gallina de toldo!
Ese último comentario, dicho con un guiño juguetón, fue la gota que colmó el vaso para William. Su sonrisa se ensanchó de nuevo. La niña era diferente a todo lo que conocía, y la idea de ser un "cocodrilo de agua dulce" sonaba... ¡genial!
Sin pensarlo dos veces, y para su propio asombro, William se quitó los zapatos, descalzándose sobre el húmedo suelo de tierra. Levantó un poco los pantalones de la pernera, y con un último vistazo a la niña, que lo miraba expectante, salió de debajo del toldo. La niña dio un grito de alegría, girando como bailarina.
—¡Sí! ¡Lo hiciste! —gritó emocionada—. ¡Ven, ven aquí!
William dio un paso tentativo en el charco, sintiendo el agua fría envolver sus pies descalzos. Eleanor lo miró, sus ojos llenos de pura diversión, y saltó de nuevo, enviando un chorro de agua directamente hacia él. William rio, una risa sincera que pocas veces salía de él. Levantó sus propios pies y los dejó caer con fuerza, salpicando agua en todas direcciones. La niña rio aún más fuerte, y él también. Lo había llevado al lado oscuro muy rápido.
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Editado: 24.06.2025