Para comerte a besos

6 | Un hombre "mejor" que yo

El sol de Belle Reve golpeaba sin piedad.

El calor húmedo hacía que la ropa se pegara a la piel y que el aire pareciera denso y pesado. Para Eleanor, acostumbrada a las cocinas con aire acondicionado y a los restaurantes con clientela elegante, la experiencia era una tortura medieval.

Con unas botas de diseño cubiertas de polvo y un saco de lino que mostraba manchas de dudosa procedencia, recogía basura en el borde de la carretera. Cada lata, cada bolsa de plástico, cada pedazo de neumático desechado era una humillación.

El olor era nauseabundo, una mezcla de desperdicios, tierra y el inconfundible hedor del pantano. Sus manos, que antes manipulaban delicados ingredientes y creaban obras de arte culinarias, se protegían con guantes de goma ásperos y recogían latas aplastadas. Sentía la mirada curiosa y a veces burlona de los lugareños, como la confirmación de su caída en desgracia.

Y entonces, lo vio.

William Harding Blackwood salió de una especie de garaje destartalado; un edificio de madera con las puertas entreabiertas que parecía un cruce entre un taller mecánico y un almacén. Llevaba una camisa blanca remangada, que contrastaba con el ambiente mugriento, y sus ojos azules brillaban con una intensidad silenciosa. Eleanor sintió una punzada de rabia y también, a su pesar, una extraña fascinación por él.

Después de verlo en la comisaría, pensó que no lo vería más hasta enfrentarlo por el divorcio, pero se encontró de nuevo con el rubio de ojos azules que la hacía perder la paciencia.

Por un momento pensó en darse la vuelta para que no la viera, pero cuando recordó que gracias a que no firmó el divorcio ella recogía latas, alzó los hombros y lo enfrentó.

—¡William! —lo llamó, su voz ahogada por la vergüenza y el calor—. ¡ William Harding Blackwood!

Él la ignoró, como si no la hubiera oído, y comenzó a caminar en dirección opuesta. Eleanor, impulsada por la furia, dejó caer la bolsa de basura a medio llenar y lo persiguió.

—¡William! ¡Te estoy hablando! —gritó—. ¡Para de una vez!

Él se detuvo, se giró y la miró con una sonrisa burlona que le heló la sangre. Demonios. Cómo odiaba esa jodida sonrisa.

—Lo siento, señorita Stonehaven. No hablo con mujeres que recogen la basura —dijo con esa sonrisa que provocaba romperla o besarla—. Es mala para la reputación de un hombre decente.

Eleanor apretó los puños.

—Eres un... ¡un idiota! ¡Un arrogante! ¡Y un cobarde!

Y, sin pensarlo dos veces, agarró la bolsa de basura y se la lanzó. William la esquivó con agilidad, y la bolsa explotó a sus pies, esparciendo desperdicios por todas partes. Un trozo de papel grasiento se pegó a su bota. William se sacudió la camisa blanca, con una expresión de fingida indignación y suspiró.

—Vaya, vaya. Parece que el encanto citadino se ha caído al lodo, ¿eh? ¿Tienes algún puto problema, Eleanor?

—¡Sí! ¡Tú eres mi puto problema! —gritó ella, con más ganas de golpearlo que de llorarle—. ¡Por tu culpa estoy aquí! ¡Por tu culpa estoy recogiendo basura como una delincuente! ¡Si hubieras firmado los malditos papeles del divorcio, nada de esto estaría pasando! ¡Me tienes atada a este lugar y a ti!

William la miró, con una expresión que Eleanor no supo descifrar, pero había un brillo divertido en sus ojos. Se agachó, recogió una botella de plástico vacía y la metió en una nueva bolsa que parecía haber aparecido de la nada.

—Cuando termines con tu labor social y te calmes un poco, Eleanor —dijo, con un tono irritantemente tranquilo y juguetón—, podemos hablar. Quizás cuando el sol no te esté friendo el cerebro.

Eleanor se cruzó de brazos, su rostro rojo de furia.

—¿Hablar de qué? ¿De cómo eres tan bueno en arruinarme la vida? —preguntó bruzándose de brazos—. ¿Y qué tienes en esa bodega? ¡Parece que estás escondiendo algo!

William sonrió, una sonrisa enigmática que la puso nerviosa.

—Eso no es asunto tuyo. Es mi pequeño santuario del pantano. Y no, no estoy haciendo ilegalidades, si eso es lo que tu sofisticada mente de ciudad está tramando —dijo serio.

Eleanor dio un paso hacia él, la sospecha creciendo en su interior. William no era un hombre de secretos. Eran tan fácil de leer como cualquier otra persona, sin embargo, algo escondía.

—¿Ah no? ¿Y por qué tan misterioso entonces? —indagó—. ¿Estás fabricando ron de contrabando? ¿O criando caimanes ilegales? ¡Porque el pantano está lleno de secretos!

—No te metas en mi vida, Eleanor —respondió William, con una dureza que la sorprendió, aunque su voz seguía siendo baja y controlada, y una mueca llenó sus ojos—. Yo no me meto en la tuya. No te pregunto por tus elegantes restaurantes, ni por tu adinerado nuevo prometido. Aunque podría, ¿sabes?

Eleanor se congeló.

Su corazón comenzó a latir con fuerza contra sus costillas.

—¿Cómo lo sabes? ¿Quién te lo dijo?

William se encogió de hombros, con un aire de despreocupación que la exasperó. Aunque pareciera, William no era un tonto.

—Puede que viva en el pantano, Eleanor, pero no soy tonto —dijo, haciendo que ella despegara los labios—. Las noticias aquí viajan más rápido que una lancha a motor. Y tu madre, la querida Loretta June, se ha encargado de que todo el mundo sepa que vas a casarte con un hombre "mejor" que yo. Lo ha proclamado a los cuatro vientos, desde la iglesia hasta la gasolinera.




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