Para comerte a besos

9 | Yo te protegeré

Eleanor se limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano.

El sol de Belle Reve seguía pegando fuerte, y el olor a basura, a pesar de sus esfuerzos por ignorarlo, se le pegaba a la nariz. El roce de los labios de William aún quemaba los suyos, y su última frase resonaba en su cabeza, un eco burlón del pasado. "Dile que te bese como solo yo puedo y sé besarte".

La rabia la consumía, pero debajo, muy en el fondo, había una chispa de algo más, algo que se negaba a reconocer.

Quería odiarlo, sí, pero su cuerpo recordaba.

Trató de concentrarse en la tarea, en la humillación, en la necesidad de terminar con todo aquello y volver a su vida "real", pero cada trozo de desperdicio que recogía la llevaba de vuelta a otro tiempo, a otra versión de William, a otra Belle Reve.

Tenían seis años, y el aburrimiento del verano en Belle Reve era tan denso como el musgo español que colgaba de los cipreses. William estaba sentado en el porche trasero de la casa de su tía abuela, desgranando maíz para la cena, una tarea monótona que lo tenía medio dormido. Eleanor, sin embargo, estaba de pie, con las manos en las caderas, su impermeable amarillo colgado sobre la cerca como una bandera de aventura recién abandonada. Su mirada, llena de picardía, estaba fija en la gallina más pomposa del corral, la General Pat, nombrada así por el padre de Eleanor.

—William —llamó, su voz un susurro conspirador que arrastraba a William a la travesura—, tengo una idea.

William ni levantó la vista.

—Si tu idea tiene que ver con meter ranas en el sombrero del viejo Boudreaux, ya lo hicimos ayer y casi me come un caimán —comentó sin dejar de desgranar—. Ya no seamos malos, Eleonor Stonehaven. Mi tía abuela casi murió con la última que hicimos.

Eleonor hizo un ademán y se quitó los rizos de las mejillas.

—Esta es mejor —insistió Eleanor, con una sonrisa que le hizo arrugar la nariz pecosa—. Mira a la General Pat. Se cree muy importante, ¿verdad? Con esa cresta tan alta.

William finalmente la miró, una chispa de curiosidad en sus ojos, pero también un atisbo de aprensión. Él era el cauto, ella la osada.

—¿Qué quieres hacerle a la General Pat? —preguntó, sintiendo un escalofrío. La tía abuela era muy protectora con sus gallinas.

Eleanor se acercó y bajó la voz aún más.

—Mi mami tiene una botella de ese jarabe de goma que usa para las tostadas —dijo sonriendo—. Dice que si lo derramas en la cabeza de alguien, se le queda todo pegajoso y brillante.

Los ojos de William se abrieron de par en par.

—¿Y quieres... quieres ponérselo a la General Pat? ¡Eleanor! ¡Se va a enojar! ¡Y la tía abuela se va a enojar más!

—¡Pero va a ser muy divertido! —Eleanor dio un pequeño salto, casi bailando, saltándole los rizos sobre los hombros—. ¡Imagínate a la General Pat con la cabeza brillante y pegajosa! ¡Como si tuviera una corona de miel! ¡Y no podrá presumir tanto!

William dudó. Se mordió el labio. La idea era terriblemente tentadora, pero también muy, muy arriesgada.

—¿Y si nos ve alguien? —preguntó con el maíz en la mano—. ¿Y si la tía abuela nos castiga sin pastel de durazno por una semana?

Era un riesgo que Eleonor estaba dispuesta a correr.

—¡Nadie nos va a ver! —Eleanor puso los ojos en blanco con exasperación al pensar que William era una gallina cobarde—. ¡Y el pastel de durazno vale la pena por una aventura así! ¡Vamos! ¡Sé valiente, William! ¡No seas un gallina de toldo!

Ese apodo, el mismo que había usado en su primer encuentro bajo la lluvia, hizo que William suspirara. Eleanor siempre sabía qué decir para convencerlo. Se puso de pie, su corazón de niño latiendo con una mezcla de miedo y emoción. La abuela lo regañaría, pero había algo en Ellie a lo que no le podía decir no.

—Está bien —murmuró, mientras Eleanor corría hacia la casa, de donde regresó con una botella de jarabe pegajoso y una cuchara grande—. Me voy a arrepentir de esto.

Se acercaron al gallinero en sigilo, agazapados entre los arbustos de bayas. La General Pat, ajena a su destino, picoteaba tranquilamente los restos que estaban en el suelo arenoso.

—Tú distráela, yo le echo el jarabe —susurró Eleanor.

—¿Distraerla cómo? —preguntó William, nervioso.

—¡Canta! ¡O haz un ruido raro! ¡Lo que sea!

William, con la cara roja, emitió un extraño sonido, una mezcla de graznido y balbuceo. La General Pat levantó la cabeza, confundida. En ese instante, Eleanor, con una agilidad sorprendente, saltó la cerca del gallinero, abrió la botella y, con la cuchara, derramó un generoso chorro de jarabe sobre la cabeza de la gallina. William abrió grande los ojos y Eleonor rio.

La General Pat lanzó un cacareo de indignación, agitó sus alas y salió corriendo en círculos, su cresta ahora brillante y su plumaje pegajoso. Eleanor y William, escondidos detrás de los arbustos, se agacharon, sus manos cubriendo sus bocas para ahogar las risas, pero era inútil. La imagen de la gallina, indignada y pegajosa, era demasiado. La risa brotó de William, incontrolable, burbujeante, una risa que casi nunca se permitía por ser… William.




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