El sol del mediodía en Belle Reve no se sentía como un castigo divino para Eleanor. Extrañamente, incluso el olor del gallinero Dubois, que por la mañana le había revuelto el estómago, ahora era solo... parte del paisaje.
Llevaba horas removiendo paja y excremento, y el cansancio le había aflojado los nervios. Su cabello, antes impecablemente, caía en mechones rebeldes sobre su frente, y sus guantes estaban más allá de cualquier reparación, pero la frustración inicial había dado paso a una especie de resignación, y con ella, a una chispa de su antiguo humor negro que a William tanto le gustaba.
William, que había estado observándola desde su tocón con una sonrisa constante, se levantó y se acercó, arrastrando una carretilla llena de paja fresca. Le gustó verla así, embarrada, sudorosa, lo que trajo a su cabeza recuerdos más… diferentes.
—Ya no pareces tan dispuesta a declararle la guerra al reino avícola —dijo William, con los ojos brillando de picardía.
Eleanor resopló, apoyándose en la pala. Tenía una mancha de algo en la mejilla, pero ni se molestó en limpiarla.
—¿Sabes? Esto es como la alta cocina, William —dijo sacudiéndose—. Solo que en vez de emplatar un pato asado, estás lidiando con sus... subproductos, y la presentación es horrible.
William soltó una carcajada, un sonido genuino que hizo que varias gallinas cacarearan en respuesta.
—Siempre tan sofisticada, Ellie —dijo dejando la carretilla en el suelo—. Incluso cuando estás hasta las rodillas en la mierda.
—Pues tú eres el que me metió en esto, granjero Harding Blackwood. —Eleanor sonrió, una sonrisa torcida, pero una sonrisa al fin—. Deberías ensuciarte las manos un poco. ¿O acaso los jefes solo dan órdenes desde la barrera?
William la miró con picardía.
—Mi trabajo es ver que el trabajo comunitario de usted, señorita, se haga bien. Y créeme, estoy disfrutando de la vista.
Eleonor inclinó la cadera hacia un lado y sonrió. Estaba sucia, maloliente y sudorosa, pero para William era la mujer más hermosa que había visto jamás. Era como una estrella fugaz.
—Oh, ¿sí? ¿Y qué ves? ¿Una mujer de ciudad desesperada o a tu peor pesadilla hecha realidad? —Eleanor se irguió, desafiante. De repente, una idea traviesa cruzó por su mente. Una muy, muy vieja.
William también se enderezó y no dejó de mirar sus ojos.
—Veo a la misma Ellie que me convenció de ponerle jarabe de goma a la General Pat —dijo William, con una mirada nostálgica y divertida en sus ojos azules—. La que siempre me metía en líos.
Eleanor se rio, el recuerdo del gorro de caramelo de la gallina trayéndole una oleada de calidez. Al menos una vez al mes la recordaba, a veces en sus sueños, otras veces en la cocina, pero la General Pat nunca dejó su cabeza, y William… él…
—Y la misma que siempre te salvaba el pellejo cuando tu tía abuela venía con la escoba —dijo Ellie, lanzando los recuerdos.
William se acercó un poco más, dejando la carretilla.
—¿Sabes? Hay algo en las gallinas que me recuerda a nuestros viejos tiempos —dijo acercándose tentativamente a ella.
Eleanor arqueó una ceja, intrigada.
—¿Ah, sí?
—Sí. La forma en que corretean, cacarean, arman un escándalo por nada... Me recuerda a ti, cuando te persiguieron las gallinas por robar los huevos para hacer el pastel de la abuela.
Eleanor puso los ojos en blanco, pero una sonrisa se dibujó en sus labios. Maldición. Lo había olvidado por completo.
—¡No los robé! ¡Los "tomé prestados" para una causa noble! —dijo empujándolo por el hombro con la mano enguantada—. ¡Y tú estabas conmigo! ¡Éramos cómplices!
—Cómplices en el delito del huevo —dijo—. Deberías ver cómo te lanzabas sobre ellas. Parecías una verdadera ladrona de pollos.
—Y tú un cobarde que me dejaba sola con las emplumadas. —Eleanor se llevó la mano a la barbilla, con una mirada pensativa—. Aunque... hablando de pollos y cómplices...
De repente, un brillo malicioso apareció en sus ojos. Eleanor dejó caer la pala y, con un movimiento rápido y astuto, se abalanzó sobre William. Él, sorprendido, no tuvo tiempo de reaccionar. Ella lo empujó hacia el interior del gallinero, donde el suelo era más blando y la densidad de gallinas era mayor.
William se tambaleó, cayendo de espaldas sobre la paja.
—¡Oye! ¡Eleanor! ¡¿Qué haces?!
Antes de que pudiera levantarse, Eleanor, con la agilidad de un gato, agarró un par de gallinas desprevenidas y, riendo a carcajadas, las colocó sobre el pecho de William. Las gallinas, confundidas y algo asustadas, comenzaron a cacarear ruidosamente y a picotear suavemente su camisa blanca.
—¡Esto es por haberme puesto a limpiar esta porquería! —gritó Eleanor, riendo a mandíbula batiente, con una alegría que no sentía desde hacía mucho tiempo—. ¡Eres malo, William!
William forcejeó, intentando apartar a las gallinas, su rostro una mezcla de sorpresa y exasperación.
—¡Eleanor! ¡Quítamelas! —gritó, más fino de lo que recordaba su grito—. ¡Estas cosas pican! ¡Y huelen a... a gallina!
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Editado: 03.08.2025