Para comerte a besos

30 | ¿Prefieres este desastre que a mí?

Once años atrás

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El año y medio que siguió a la boda fue un lienzo de pequeños milagros y cotidianas alegrías.

Eleanor, con el tiempo y el inquebrantable amor de William, logró perdonar el bochornoso incidente del vómito y el pastel nupcial. Comprendió, al final, que William había sido víctima de la crueldad de su madre, no de su propia voluntad.

El General Stonehaven, fiel a su palabra y conmovido por la determinación de los jóvenes, les regaló una pequeña casa en las afueras de Belle Reve, una modesta construcción de madera que, aunque sencilla, era su refugio donde podían ver el río diario.

La amoblaron como pudieron, con muebles heredados y algunos tesoros rescatados de viejas ventas de garaje, pero cada pieza estaba impregnada de su amor. Eleanor trabajaba medio día como mesera en un restaurante local, sus manos ágiles sirviendo platos mientras su mente soñaba con crearlos.

William, por su parte, se dedicaba de lleno a la construcción de barcos con el hermano de su excompañero, sus músculos forjándose con cada golpe de martillo y sus ingresos, aunque modestos, eran constantes, algo que ambos agradecían cuando llegaban las facturas. Era una vida austera, simple, pero con tanto amor como dos recién casados podían guardar por su amado.

Por las noches, la pequeña casa se llenaba de aromas deliciosos mientras Eleanor practicaba sus artes culinarias, creando las comidas más exquisitas. William, sin falta, regresaba a casa con un ramo de flores silvestres que recogía al borde del pantano, un gesto simple que a Eleanor le llenaba el alma. Era una vida de ensueño, tejida con la sencillez y el afecto, y con muchísimo amor.

Una noche cálida y estrellada, yacían tendidos en una manta en el jardín trasero, las luciérnagas parpadeando alrededor, el cielo de Belle Reve un manto salpicado de estrellas. Eleanor se giró para mirar a William, que trazaba constelaciones invisibles con el dedo.

—William —dijo Eleanor, su voz suave, pero con un matiz de seriedad—. ¿No quieres hacer algo más con tu vida?

William bajó la mano, mirándola con curiosidad.

—¿Algo más? ¿Como qué, Ellie? Estoy feliz.

—Sé que eres feliz, pero ya sabes… ¿Salir de aquí? ¿De este pueblo? ¿Del pantano? —Eleanor preguntó, un dejo de anhelo en su voz—. Ir a la ciudad, quizás. Nueva Orleans.

William se encogió de hombros, cómodo con lo que tenían. Tenían un hogar, las luciérnagas, el amor. No faltaba nada.

—No lo sé, Ellie. Me gusta mi vida. Me gusta aquí.

—Pero William, tienes tanto talento con la pintura. Podrías hacer grandes cosas —insistió, con los ojos brillando a la luz de la luna.

William nunca vio eso como una posibilidad.

—Me gusta pintar para ti, Ellie. Eso es suficiente para mí. —William le sonrió, sinceramente.

—¿Estás seguro? ¿No sientes que este lugar es… pequeño para ti? —Eleanor se sentó, el corazón palpitándole más rápido.

—No. Este es mi hogar. Nuestra casa, nuestro trabajo, y tú. —William la tomó de la mano—. No necesito nada ni nadie más.

Eso hizo que Eleanor quedara pensativa. Mirando las estrellas, se preguntó a sí misma si ella tampoco quería salir. La idea, una vez un susurro lejano, empezaba a tomar forma en su mente.

Pasaron las semanas, y la vida en el restaurante dio un giro.

Eleanor fue subida de cargo a la cocina, su sueño hecho realidad. Cocinaba como los dioses, casi tan bien como el Chef Beaumont, el respetado jefe de cocina, un hombre de maneras refinadas y un pasado en cocinas de renombre en Nueva Orleans. Una noche, Eleanor acompañó al Chef a tomar aire fresco y fumar un cigarrillo en la parte trasera del restaurante. Eleonor no fumaba, pero el aire helado en las mejillas eran bueno después de horas en el horno. Eleonor estaba recostada de la pared cuando el hombre la miró.

—Eleanor —dijo el Chef, exhalando una bocanada de humo que Eli vio flotar—. Tienes un talento extraordinario.

Eleonor enderezó la espalda.

—Gracias, Chef —respondió, sonrojándose ligeramente.

—Es una pena que lo desperdicies aquí, en Belle Reve —continuó él, con un tono serio—. No deberías desperdiciar tanto talento.

El corazón de Eleanor dio un vuelco.

—¿Desperdiciar?

—Sí. Aquí hay un techo para lo que puedes lograr, y ese techo no te dejará progresar. Tengo contactos en la ciudad, en Nueva Orleans. —El Chef la miró con intensidad—. Podría recomendarte. Quizá en unos años, si trabajas duro, podrías tener tu propio restaurante.

Eleanor no lo podía creer. Sus ojos se agrandaron.

—Mi… ¿mi propio restaurante?

—Sí, pero solo si estás dispuesta a irte y ser una gran chef fuera de los pantanos —dijo directamente.

Eleanor lo miró, la magnitud de la oferta abrumándola, pero la respuesta surgió desde lo más profundo de su ser.

—¿Es una oferta de trabajo?

El chef soltó otra calada.




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