Once años atrás
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La noche de la hemorragia, la pequeña casa de madera en Belle Reve se convirtió en un eco de desesperación.
William condujo a Eleanor a toda velocidad hasta el hospital más cercano, el corazón apretado por un miedo que no conocía, pero la vida, cruel en su capricho, les arrebató lo que apenas habían empezado a soñar.
El bebé se perdió.
El tiempo que siguió fue una densa niebla de tristeza.
La risa se desvaneció de la casa, reemplazada por el eco de los silencios incómodos. Una distancia invisible, pero palpable, se abrió entre Eleanor y William. Él, herido y confundido, no sabía cómo consolarla. Eleanor, por su parte, se hundió en una culpa profunda, convencida de que el bebé se había ido porque, en el fondo, ella nunca lo había deseado por encima de su sueño.
La alegría de William al enterarse del embarazo ahora era una espina clavada en su corazón.
Las noches en la mesa eran insoportables. Los platos de Eleanor, antes vibrantes y llenos de sabor, ahora eran solo comida, a menudo apenas tocada. William intentaba iniciar una conversación, pero las palabras morían en su garganta.
—¿Te gustó la cena? —preguntaba, su voz apenas un murmullo.
Eleanor solo asentía, sin levantar la vista.
—Está bien, William.
—Podría hacer… tu estofado favorito mañana —William ofrecía, desesperado por una conexión—. Sé que te gusta mucho.
—No tengo hambre —respondía Eleanor, retirando el plato.
La distancia se hizo un abismo. William se sentía impotente, su corazón sangrando por la pérdida y por la mujer que se le escapaba entre los dedos. Eleanor, por su parte, buscó consuelo en el único lugar donde sentía alguna comprensión: su madre.
Loretta, con una frialdad calculada, se mostró sorprendentemente comprensiva con la pena de Eleanor. La abrazaba mientras lloraba, susurrando palabras que, aunque parecían de consuelo, eran dardos envenenados para la mente vulnerable de su hija y que de cierta manera la doblaban a su antojo.
—Mi niña… mi pobre niña —decía, acariciándole el cabello.
—No sé qué hacer. Siento que… es mi culpa —sollozaba en el hombro de su madre—. Siento que lo deseé.
—No es tu culpa, Eleanor. Esto pasa —respondió, su voz serena.
—Pero yo… no quería al bebé en ese momento. Lo deseé —confesó, el remordimiento quemándole—. Deseé no tenerlo.
—A veces el destino es sabio, mi amor. Te libera de cargas que no son para ti —susurró al oído de Eleanor.
Eleanor se apartó, mirando a su madre.
—¿Cargas? ¿Estás hablando de… del bebé?
—Estoy hablando de una vida que te ataría a este lugar, a este pantano, a este… a este hombre —aclaró, su mirada dura.
—Pero William… —intentó defenderlo.
—Él es parte de este dolor, Eleanor. Un recordatorio constante de lo que nunca será. —Loretta no dejó que la terminara—. Para sanar, mi niña, para ser libre de nuevo, debes irte.
—¿Ir? ¿Adónde? —preguntó, confundida.
—Lejos, muy lejos de aquí. Lejos de Louisiana, para siempre —sentenció, sus ojos brillando con una determinación implacable.
Eleanor, al principio, no estaba segura de hacerlo. La idea de dejar a William, a pesar de la distancia, le partía el alma, pero los días se arrastraron, llenos de silencios dolorosos y la sombra de lo perdido. La casa se sentía cada vez más asfixiante, un nido de recuerdos que no podía soportar. Esa no era la vida que imaginó cuando se casó, así que eligió y volvió a elegir.
Una noche, William se quedaría trabajando hasta tarde en el astillero, buscando escapar de la pesadez del hogar. Eleanor lo miró irse, su rostro una máscara de resignación. Cuando la puerta se cerró, una decisión fría y contundente se apoderó de ella. Sin pensarlo dos veces, empacó sus pocas cosas en una maleta pequeña. No quería mirar atrás, no quería dejar un mensaje ni una carta.
Solo desaparecer.
Con el corazón latiéndole como un tambor, salió de la casa bajo el manto de la noche de Belle Reve. Cada paso era una puñalada de dolor, pero no se detuvo. Desapareció sin dejar rastro.
William llegó en la madrugada, el cansancio cubriendo su cuerpo. Al entrar, notó el silencio inusual, la extraña quietud. El armario de Eleanor estaba abierto, y la ropa que tanto amaba no estaba allí.
El miedo más antiguo se apoderó de él.
—¿Eleanor? ¡Ellie! —gritó William, corriendo por la casa, cada rincón vacío un eco de su ausencia.
No había nada más que sus viejas cosas. La cabeza de William fue un hervidero, pero pensó rápido. De inmediato salió corriendo, desesperado, hacia la imponente casa de los padres de Eleanor. Aporreó la puerta sin cesar, sus gritos resonando en la madrugada.
—¡Abran! ¡Por favor, abran! ¡Eleanor!
William azotaba con más fuerza.
El General y Loretta, alertados por el estruendo, aparecieron en la puerta con sus batas de dormir. El General tenía una expresión de sorpresa, Loretta, una de fría anticipación.
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Editado: 03.08.2025